viernes, 22 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 4

Cuando encendió la última lámpara, una de gas, la oscuridad desapareció por completo de la buhardilla. Pedro se acercó a la cama y miró a su inesperada visita. Una expresión de advertencia brilló en los ojos de ésta mientras apretaba con fuerza el edredón que cubría la cama para evitar lanzársele al cuello.

—Hola. Soy Pedro Alfonso. Y usted es…

—Hace un momento amenazaba con rebanarme el cuello y ahora se presenta como si estuviéramos en una fiesta —dijo Paula aprovechando lo que parecía ser una tregua para sentarse en una postura algo más digna.

—Lo siento —dijo él—. Se me han terminado los sándwich de pepino y el té pero puedo ofrecerle un whisky. Dicen que es bueno después de una situación de choque. Tal vez le haga recordar su nombre.

Paula lo miró y no le quedó ninguna duda de que aquel hombre la habría matado si hubiera sido necesario. Lo había observado mientras se movía por la habitación encendiendo las lámparas con movimientos llenos de precisión. Conforme la luz se iba haciendo más fuerte, había podido contemplar con detalle al hombre al que Fernando y Delfina habían confiado sus vidas para subir al Everest y bajar de ella con vida.

¿Qué había ocurrido entonces? Sí, habían resbalado y se habían caído. Recordaba haber oído la palabra «accidente» junto con «abandono». Pedro Alfonso estaba con ellos y, como muchos otros, se preguntaba cómo había logrado sobrevivir él.

Pedro  la miró con las cejas arqueadas en un gesto expectante. Los blancos dientes relucían en el centro de un rostro cubierto de la sombra oscura de la barba de cuatro días que las estrellas de cine solían llevar en un intento por mantenerse en el anonimato. Unos ilegibles ojos oscuros enmarcados por unas cejas también oscuras dominaban su rostro delgado.

—No, no tengo problemas para recordar mi nombre. Me llamo Paula Chaves.

Paula se detuvo a la espera de alguna reacción por parte de él aunque tampoco se sorprendió mucho al no recibirla. ¿Por qué razón mencionaría Delfina a su hermana pequeña, a la que no había vuelto a ver desde que ésta entró en el instituto?

Pedro rodeó un montón de cuerdas de color rojo y amarillo que había en el suelo delante de una cómoda y sacó una botella. La luz de la lámpara de aceite evidenció el líquido ambarino que contenía. Sólo quedaban unos dedos de su contenido y Paula se preguntó si sería alcohólico. Sería lo último que necesitaba.

—Y ahora que ya nos hemos ocupado de las formalidades, ¿cómo tomas el whisky? ¿Solo o solo?

—En un vaso.

Pedro  volvió a poner de pie la botella haciendo oscilar el líquido y sacó un vaso que examinó antes de ofrecérselo, pero lo que vió no le agradó en exceso.

Paula se atragantó por la sorpresa que le causó ver cómo el hombre se sacaba los picos de la camisa de cuadros que llevaba y procedía a limpiar el interior del vaso. Pedro se percató del gesto horrorizado de Paula.

—¿Qué esperabas? —dijo Pedro con una sonrisa de bochorno que le daba una apariencia casi infantil—. Esto no es el Ritz. No hay servicio de habitaciones. O usas lo que tienes a mano o tomarás el whisky bajo una capa de polvo.

Aparentemente satisfecho con su esfuerzo limpiador, vertió la bebida en el vaso y, abriendo un cajón de la cómoda, sacó una taza de plástico azul y vació el resto del whisky.

La naturaleza maniática de Paula la hacía dudar a pesar de que el alcohol era un antiséptico.

—¿Te tranquilizaría saber que me he puesto esta camisa limpia hace menos de dos horas? —dijo él mientras levantaba su taza a modo de brindis—. Además, tú fuiste la que insistió en un vaso.

Tomó el vaso por el borde temerosa de rozar cualquier parte del cuerpo de aquel hombre cuyo calor sexual la había abrasado.

No era que le estuviera dejando ver que se estaba comportando como una mema, pero ella se sentía como tal. No pudo evitar preguntarse cómo había llegado a aquella situación. Delfina había sido una niña delicada mientras que ella había sido siempre un chicazo. Su hermana había tomado clases de piano y ballet mientras que ella había disfrutado más montando a caballo y jugando al baloncesto. Ya a los trece años era más alta que su hermana mayor y en la boda de ésta ella había sido una dama de honor desgarbada a la que habían tenido que obligar a ponerse un vestido para ello.

¿Cuándo se habían cambiado los papeles? Delfina pasaba la vida en las montañas vestida con botas y anorak mientras que ella asistía al ballet en París vestida a la última moda. Se paseaba por París disfrutando de la vida, jugando a ser traductora en la embajada americana. Bueno, en realidad ése era su trabajo, aunque a decir verdad, su despacho estaba en el sótano de la embajada donde traducía secretos de estado por los que muchos terroristas estarían dispuestos a dar la vida. Eso si llegaban a saber de la existencia del CISI, Centro de Inteligencia para la Seguridad Internacional.  Juan  Hernández, su jefe y creador del centro, había tomado medidas de seguridad extremas para mantenerlo en el anonimato.

—Salud —dijo Pedro haciendo chocar los vasos.

—Salud —dijo ella dando un sorbo que le abrasó la garganta mientras se sonrojaba cuando notó que Pedro se sentaba en el borde de la cama haciendo que el colchón cediera. Sabía que el rubor no se debía al alcohol. Hacía mucho tiempo que no dejaba caer la guardia lo suficiente como para estar tan cerca de un hombre en una cama, aunque estuvieran vestidos.

—¿Y qué es lo que te trae por estos lares, Paula Chaves?

—Quiero subir al Everest.

—¿Y? —dijo él con los ojos brillantes.

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