domingo, 31 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 28

Paula pensaba en un millar de cosas. Tema que lavarse el pelo, olía tan sexy como un yak y no llevaba ni un poco de maquillaje para disimular las imperfecciones. Si Pedro la deseaba, tendría que conformarse. Y lo hizo. Movió ligeramente el pulgar y le acarició con él los labios como si fueran de raso. La calidez de su aliento sobre su cara hizo que cerrara los ojos, que le parecían repentinamente pesados. Pedro ladeó la cabeza y se acercó. Paula no pudo soportarlo y, en el último minuto, se humedeció los labios antes de encontrarse con los de él.

El abrazo se tensó y los cuerpos se unieron aún más. Paula contuvo el aliento. Si no la besaba pronto, se desmayaría como una heroína victoriana.

Y ocurrió.

Suave al principio pero duro y apasionado después, el más apasionado que recordaba. Una necesidad que había estado intentando negarse.

Y se terminó. Tan bruscamente como había empezado.

Pedro la liberó de su abrazo. Aquello no le había ocurrido nunca antes. Puso la mano en el pecho de Pedro como si lo necesitara para recuperar el equilibrio. Este tomó la pequeña mano y se la llevó a los labios. El beso que depositó en su palma fue corto pero de gran intensidad y dulzura. Y después, se llevó la mano a la mejilla y se restregó con ella.

—Gracias. Era una necesidad que me estaba volviendo loco.

Pero no dijo qué necesidad era ésa aunque apostaría todo a que no era la necesidad de mirar entre su barba.

Se acercaron a la cocina de keroseno.

—Parece que la cena está lista. Lo has hecho muy bien mientras yo me comportaba como el hombre de la casa.

De nuevo, había un doble sentido en sus palabras aunque el lenguaje corporal no podía engañar a nadie. Se acuclilló, apagó la cocina y pinchó con un tenedor cada una de las bolsitas de comida.

—Huele bien. Supongo que después de esta semana, has demostrado que eres algo más que una cara bonita.

Paula no tenía un espejo a mano pero sabía que, en aquellas circunstancias, alguien tenía que estar muy loco para describirla como una «cara bonita». Pedro tenía que estar ciego para no ver que no era más que una mujer bastante larguirucha que necesitaba un corte de pelo y una limpieza de cutis. Ciego, sí, pero ¿qué lo llevaba a hablar así? ¿Sería simplemente la pasión o habría algo más? Y lo que era más importante, ¿quería ella saberlo? Después de todo, las circunstancias los habían unido, pero Pedro seguía siendo un extraño.

El viento se estaba haciendo más violento fuera y encontró pequeñas rendijas invisibles al ojo humano por las que colarse en el refugio. Aunque la cena lo había reconfortado, el aire que le daba en la cara era helador.

Había esperado todo lo posible para encender el fuego. Tenían una cantidad de leña limitada pero les costaría menos dormirse si habían entrado en calor antes de meterse en los sacos.

Las pequeñas astillas ardieron las primeras, chisporroteando y silbando. Cuando las primeras ramas empezaron a arder, comenzó a poner más. Pedro escuchaba el ruido que hacían los pantalones de nylon de Paula acercándose. Vio que llevaba una taza en la mano y se la ofreció.

—Gracias —dijo Pedro aceptándola. Al girarse, comprobó que Paula se calentaba las manos con otra y se encogía de hombros.

—Siento no poder ofrecerte azúcar o leche, ni siquiera en polvo.

—Está bien. El té está caliente y es líquido. Eso es lo importante —vió que Paula temblaba mientras miraba al interior de la chimenea—. Todavía no calienta, pero cuando las piedras se calienten se estará muy bien aquí dentro —añadió.

—Lo que daría por tener un sillón para sentarme delante del fuego —dijo Paula—. De repente, tengo un deseo irrefrenable de contar con elementos de comodidad. Sé que te debo de estar pareciendo desagradecida cuando fui yo la que insistió en venir aquí, pera mis huesos desean caer sobre algo blandito.

—Choque cultural: de hotel de cinco estrellas a refugio de primera necesidad de un salto —dijo él.

—Nunca dije que fuera fácil. Duro sí, fácil no, pero me alegra oír que he pasado todas tus pruebas —dijo Paula.

Pedro se había equivocado. Repetir el beso no había sido la respuesta.

—¿Por qué no te metes en el saco? —sugirió—. Tómate el té dentro. Las camas son lo más cómodo que hay en este sitio y no te vendrá mal acostarte más pronto un día después de una dura semana de aclimatación.

Se quedó mirando las llamas; al menos era más seguro eso que mirar a Paula y sus labios jugosos. Todavía tenía el sabor en la memoria.

—Creo que yo haré lo mismo —continuó Pedro—. Y si ocurre lo peor y no podemos salir mañana de aquí, al menos tendremos combustible de reserva.

—Buena idea. Estoy bastante cansada.

Pedro escuchó a Paula metiéndose en el saco. «¡Ni se te ocurra, Alfonso!».

Se mantuvo donde podía ver el fuego, no tanto por comprobar su estado como por evitar la tentación. Aquél iba a ser un mes muy largo.

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