domingo, 24 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 9

—Delfina debía de tener cuatro años cuando nuestro padre se casó con mi madre. Habían tenido un noviazgo corto y supongo que ya estaba embarazada y por eso apresuraron las cosas porque fui un bebé prematuro… aunque a quién le importa que la boda se celebre por un embarazo en estos tiempos, excepto tal vez cuando eres argentina y vienes de una familia adinerada y orgullosa como mi madre. Creo que me quedé prendada de Delfina en cuanto la ví por primera vez, a pesar de lo diferentes que éramos. Ella tenía una piel blanca y unos rizos dorados como los de una muñeca.

—Tú tampoco te quedas atrás en encantos.

Paula  sonrió al recordar una imagen de su niñez.

—Era como mi pequeña mamá, siempre conmigo cuando despertaba. Mi madre era amazona y viajaba por todo el mundo participando en campeonatos de alto nivel. Se le daba mejor criar caballos que hijos.

—¿Entonces quién te crió? ¿Tenías una niñera? —preguntó él retirándole de la cara unos mechones de cabello que le impedían ver su rostro y Paula deseó que no lo hubiera hecho. Ya era bastante difícil estar allí, abriendo su alma a aquel extraño sin ver los gestos de lástima en el hombre.

Paula se obligó a no pensar en ello pero la forma en que Pedro le estaba rozando la oreja al retirarle el cabello le hizo sentir escalofríos. Notó cómo se sonrojaba y bajó la cabeza como si así pudiera ocultar su reacción al hombre.

—No, sólo había una interna que se ocupaba de la casa, y Delfina. Cuando empecé a ir al colegio, ella tenía diez años y ya iba por la casa dándome órdenes, pero siempre estaba muy pendiente de que no me pasara nada. Yo era como una polilla negra en un campo de mariposas, demasiado exótica para la mayoría de las rubias de tez clara de Nueva Inglaterra con las que iba al colegio. Delfina no tenía problemas. Su madre había sido una de ellas y papá tenía mucho dinero —sonrió como diciendo «pero mírame ahora. Sé arreglármelas sola», aunque estaba segura de que Pedro lo pensaba.

—Debías de volverlos locos.

—No creas. Recuerda que tenía a Delfina.

—Yo tengo un hermano gemelo. Éramos idénticos, lo que hacía difícil saber quién era el culpable de las travesuras. Claro que si habíamos hecho algo grave, la abuela Norma nos castigaba a los dos.

—Pobrecito —bromeó ella.

—No me malinterpretes, el castigo rara vez correspondía a la travesura. Pero estabas contando tu historia. ¿Qué ocurrió cuando tenías trece años?

—Delfina se casó con Fernando. Sólo tenía dieciocho años y Fernando casi treinta. Dios, yo los cumpliré dentro de poco, pero para mí era casi un viejo y no podía entender que mi hermana amara a alguien tan mayor. Le echaba la culpa a nuestro padre. Sus dos esposas habían sido buenos partidos y sabía que si Fernando hubiera sido pobre no lo habría dejado pasar de la puerta.

Paula se rió al recordar otra cosa. Otro sorbo de whisky calmó su garganta reseca. No podía recordar la última vez que había hablado tan seguido.

—Deberías haber visto a papá cuando se enteró de que Fernando había decidido dejar de trabajar y vivir de lo que había ganado. Casi le da un ataque. No creo que él se haya tomado ni un solo día de vacaciones en su vida, excepto cuando se casó. Aunque supongo que se podría decir que eso era parte del negocio. Gracias a Dios ninguna de las dos nos parecemos a él. Nuestro primo Pablo es lo más cercano a un hijo que tuvo —notó que el estómago se le contraía al recordar el motivo que la había llevado a Namche Bazaar, y a esa taberna, y a aquel hombre—. Claro que eso no hacía las cosas diferentes. Padre no quería dejar su dinero a nadie fuera de la familia más inmediata, ni siquiera a un primo.

Y ése era precisamente el problema. Un puesto bien remunerado no era suficiente para Pablo. Él lo quería todo.

Los ojos grises se volvieron opacos. Pedro se preguntó si tal vez no debería haberse negado a servirle esa última copa, pero Paula se animó cuando llegó la comida en una gran fuente de madera para los dos.

—Tonto el último —dijo Paula tomando un trozo de pan de pita y empezando a rellenarlo de carne—. Está muy caliente. Ten cuidado no te quemes los dedos.

—Las yemas de mis dedos son como de amianto. Eso es lo que se consigue después de pasar años escalando —dijo él tomando unas tiras de carne. Durante unos minutos lo único que hicieron fue masticar y relamerse.

—Mmm, esto es el cielo. No recuerdo la última vez que una comida me supo tan bien. Tengo que llevarme unas especias de éstas a casa. ¿Crees que podré comprarlas en el mercado?

—Imagino que sí. Venden casi de todo —dijo él mirando cómo Paula tomaba otra base de pan y empezaba a rellenarla de carne. Tenía una forma de comer muy sensual, sin mojigatería. Se lo metía en la boca y cortaba con sus blancos dientes con absoluto deleite riendo cuando la salsa le resbalaba por la barbilla. Pedro se sorprendió de su propia decepción cuando Paula sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la cara y las manos. No habría tenido que hacer más que pedírselo y él mismo le habría chupados los dedos hasta dejarlos limpios.

La sola idea hizo que se excitara y se alegró de que la mesa lo ocultara. Ya era bastante malo que aquella mujer supiera que con sólo frotar su trasero contra él bastaba para excitarlo como para contarle que también se excitaba viéndola comer. Era el momento de cambiar de tema.

—No has terminado tu historia. Dime qué hizo Fernando para separarlas a tu hermana y a tí además de ser un hombre mayor. Quiero decir, ahora tienes… ¿veintiocho, veintinueve años?, y yo paso de los treinta y cuatro. Mi ego está saliendo muy mal parado en lo que llevamos de conversación.

—De acuerdo —dijo ella dejando a medias el rollo de pan de pita y carne de cordero—. Seré breve y más sensible esta vez. Fernando se la llevó lejos de mí y no volví a hablar con ella —dijo sin más—. Tal vez no debería haber comido tanto. Parece un castigo por la culpa. Yo era bastante bruja por entonces, muy cabezota. Después de aquello, me dediqué a hacer lo contrario que Delfina. Montar a caballo y jugar al baloncesto en vez de ballet. Vamos, que me convertí en un marimacho. Mi padre estaba encantado. Pero no me importaba. No iba a dejar que me convirtiera en su perfecta niñita para casarme con un viejo —Paula sintió la nariz húmeda y se limpió con el pañuelo manchado—. Aunque no tenía que preocuparme. Estoy muy lejos de ajustarme a los requisitos para ser una buena esposa… pero ésa es otra historia.

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