viernes, 15 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 75

—¿Estás segura de que no le importará?

—No vive lejos y no se puede decir que últimamente me haya tenido que hacer el favor muy a menudo.

Pedro la rodeó con el brazo y, para sorpresa de Paula, la atrajo hacia sí.

—Te echaré de menos —dijo.

—¿En serio? —preguntó Paula, lamentando de inmediato la nota de queja que apareció en su voz.

—Claro que sí. Especialmente, alrededor de la medianoche. Lo más probable es que, por la fuerza de la costumbre, acabe deambulando por ahí con la camioneta.

Paula sonrió y pensó que él iba a besarla, pero Pedro la soltó y se alejó haciendo un gesto hacia Nico.

—Y a tí también te echaré de menos, campeón.

—Sí —respondió el niño, con los ojos pegados a la pantalla.

—¡Eh, Nico! —llamó su madre—. Pedro estará fuera unos cuantos días.

—Sí —repitió Nico, que obviamente no prestaba ninguna atención.

Entonces, Pedro se puso a cuatro patas y se arrastró por detrás del sofá hacia él.

—¿Estás pasando de mí, campeón? —gruñó.

Tan pronto como él se acercó, Nico se dió cuenta de sus intenciones e intentó escabullirse, pero Pedro lo atrapó con facilidad y empezaron a forcejear amistosamente por el suelo.

—¿Me escuchas ahora? —preguntó Pedro.

—«¡Ucha, ucha!» —gritó Nico, mientras agitaba brazos y piernas.

—¡Te atraparé! —rugió, y durante un rato se revolcaron por el suelo hasta que Nico se cansó y Pedro lo soltó.

—Escúchame, cuando vuelva te llevaré a ver un partido de béisbol. Eso, suponiendo que a tu madre le parezca bien.

—«¡Atido éisol!» —gritó Nico entusiasmado.

—Por mí no hay problema —aclaró Paula.

Pedro les guiñó un ojo, primero a ella y luego al niño.

—¿Has oído eso? Tu madre nos ha dado permiso.

—«¡Atido éisol!» —gritó aún más alto.

«Por lo menos, no ha cambiado con respecto a Nico», pensó Paula, que a continuación le echó una ojeada al reloj.

—Es la hora —dijo con un suspiro.

—¿Ya?

Ella asintió y se levantó del sofá para coger sus cosas.

Unos minutos más tarde estaban de camino hacia Eights. Cuando llegaron, Pedro la acompañó hasta la puerta.

—¿Me llamarás? —preguntó ella.

—Lo intentaré —prometió él.

Se quedaron allí, mirándose a los ojos un instante, antes de que Pedro le diera un beso de despedida. Paula entró con la esperanza de que el viaje le sirviera a Pedro para quitarse las preocupaciones de la cabeza. Era posible, aunque no tenía forma de saberlo.

Durante los cuatro días que siguieron no tuvo la menor noticia de él.

Odiaba esperar a que sonara el teléfono.

Nunca había sido propio de su carácter comportarse de aquella manera. Cuando estuvo en la universidad, su compañera de habitación se había negado en alguna ocasión a salir por la noche porque esperaba una llamada de su novio. Paula siempre hacía entonces todo lo posible para convencerla de lo contrario; pero, si no tenía éxito, salía igualmente con otras amigas, y cuando les explicaba a éstas por qué la otra no había ido, todas juraban y perjuraban que jamás harían algo parecido.

Sin embargo, allí estaba, pensando lo difícil que era a veces seguir los propios consejos.

No era que hubiera dejado de hacer su vida, como le había sucedido a su compañera de cuarto.

Tenía demasiadas responsabilidades para eso; pero no podía evitar salir corriendo hacia el teléfono cada vez que sonaba, y aún menos evitar sentirse decepcionada si no se trataba de Pedro.

La situación hacía que se sintiera impotente, cosa que detestaba. Paula no era, ni lo había sido nunca, el prototipo de la mujer indefensa y se negaba a convertirse en una. ¿Y qué si Pedro no había llamado? Ella no estaba siempre en casa, y él seguramente se pasaba el día en los bosques.

¿Cuándo se suponía que iba a coger el teléfono? ¿En mitad de la noche? ¿Al amanecer? Claro que siempre podía dejarle un mensaje en el contestador. Pero ¿por qué tenía ella que esperar algo así? ¿Y por qué demonios era tan importante?

«No voy a caer en eso», se repitió una y otra vez para convencerse, y, al final, lo logró: el viernes se llevó a Nico al parque; el sábado se fueron a dar un largo paseo por el bosque; el domingo por la mañana fueron a misa y, luego, se pasaron el resto del día entretenidos con otras cosas.

Puesto que había ahorrado el dinero suficiente para comprarse un coche (viejo, de segunda mano, barato pero fiable), buscó en las páginas de anuncios de los periódicos que había comprado. La siguiente parada fue en la tienda de comestibles, donde recorrió los pasillos escogiendo cuidadosamente para no volver demasiado cargada. Nico estaba mirando fijamente la figura de un enorme cocodrilo pintada en una caja de cereales cuando Paula oyó a sus espaldas que la llamaban por su nombre. Se dió la vuelta y vió a Ana, que empujaba su carrito de la compra hacia ella.

—¡Ya me parecía que eras tú! —dijo alegremente—. ¿Cómo estás?

—Hola, Ana. Estoy bien, gracias.

—Hola, Nico —saludó la mujer.

—«Oha, serita Na» —murmuró el niño sin apartar la mirada de la caja.

Ana dejó el carrito a un lado.
—¿Y bien? ¿Qué ha sido de ustedes últimamente? Hace tiempo que ni tú ni Pedro venís a cenar a casa.

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