viernes, 8 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 56

—¿Cuánto rato más? —preguntó Paula.

Pedro la había sorprendido llevándole una vieja máquina de hacer helados, completa y con todos los ingredientes necesarios. En aquel momento, él estaba dando vueltas a la manivela y sudando copiosamente mientras la crema se espesaba despacio.

—Cinco minutos. Quizá diez. ¿Por qué? ¿Acaso tienes hambre?

—Nunca he probado un helado casero.

—¿Pretendes reclamar su propiedad? Si es así, te cedo la manivela un rato.

Ella alzó las manos.

—No, gracias. Es más divertido ver cómo lo haces tú.

Pedro  asintió con gesto abatido y se hizo el mártir fingiendo que luchaba contra un manubrio gigantesco. Paula  se rió mientras él se secaba el sudor con el dorso de la mano.

—¿Tienes pensado hacer algo el sábado por la noche?

Ella esperaba aquella pregunta.

—La verdad es que no.

—¿Te gustaría que fuéramos a cenar?

Paula se encogió de hombros.

—Claro, pero ya sabes cómo es Nico, no le gusta casi nada de lo que sirven por ahí.

Pedro tragó saliva y siguió dando vueltas a la heladera. Sus miradas se cruzaron.

—Estaba pensando en que fuéramos tú y yo. Sin Nico esta vez. Mi madre me ha asegurado que estaría encantada de quedarse a cuidarlo.

Ella vaciló.

—No sé cómo se portará con ella. Tu madre apenas lo conoce.

—¿Y qué tal si te recojo cuando Nico ya esté dormido? Puedes acostarlo. Te prometo que no nos iremos hasta que estés segura de que todo va bien.

Al final, incapaz de disimular su satisfacción, Paula cedió.

—Realmente has pensado en todo, ¿verdad?

—No quería darte la oportunidad de que dijeras que no.

Ella sonrió y se acercó hasta que sus rostros estuvieron casi juntos.

—En ese caso, me encantaría ir —replicó.

Ana llegó a las siete y media, unos minutos después de que Paula hubiera metido a Nico en la cama. Ésta había procurado que pasara el día haciendo cosas fuera, con la esperanza de que se cansara y se durmiera lo antes posible. Habían ido hasta el centro en bicicleta, jugado en el parque y, luego, en casa, en la parte trasera del jardín. El día había sido caluroso y húmedo, la clase de día que agota, y Nico empezó bostezar justo antes de la cena. Después de bañarlo y ponerle el pijama, Paula le leyó tres cuentos en el dormitorio mientras él bebía su vaso de leche con los ojos medio cerrados. Cuando corrió las cortinas —fuera aún había luz— y se escabulló por la puerta, Nico dormía profundamente.

Se dió una ducha y se depiló las piernas. A continuación, envuelta en una toalla, pensó en lo que se podía poner. Pedro le había dicho que pensaba llevarla a Fontana, un restaurante encantador y muy tranquilo del centro. Cuando ella le había preguntado cómo debía vestirse, él le contestó que no se preocupara, lo cual no le sirvió de ninguna ayuda.

Al final optó por un sencillo vestido de cóctel negro que era apropiado para casi cualquier ocasión. Hacía años que no se lo ponía, y seguía envuelto con el mismo plástico de la tintorería de Atlanta. Apenas podía recordar cuál había sido la última vez que lo había llevado, pero se sintió complacida cuando comprobó que todavía le quedaba bien. A continuación se puso unos zapatos de tacón bajo. Por un momento pensó en ponerse medias negras, pero lo descartó de inmediato: era una noche demasiado calurosa. Además, ¿quien llevaba medias negras en Edenton si no era porque iba a un funeral?

Después de secarse y moldearse el cabello se puso un poco de maquillaje y sacó el frasco de perfume que guardaba en la mesilla de noche. Una gota en el cuello, otra en el pelo y un toque en las muñecas, que se frotó una contra la otra, fueron suficiente. En la cómoda tenía un pequeño joyero con algunas baratijas del que sacó un par de pendientes en forma de aro.

De pie ante el espejo del cuarto de baño, se contempló, satisfecha con su aspecto. Estaba bien, ni mucho ni poco. Lo justo. Fue en ese momento cuando oyó que Ana llamaba a la puerta. Pedro  apareció dos minutos más tarde.

El Fontana llevaba más de una década funcionando como restaurante. Lo dirigían sus propietarios, una pareja suiza de mediana edad que había llegado a Edenton procedente de Nueva Orleans en busca de una vida menos ajetreada y de paso habían llevado con ellos un toque de elegancia a la ciudad.

Con una iluminación discreta y un servicio de primera clase, era el lugar preferido por las parejas que celebraban aniversarios o compromisos. El sitio se había hecho definitivamente famoso desde que había aparecido en un artículo de la revista Southern Living.

Pedro y Paula estaban sentados a una de las mesas del rincón. Él jugueteaba con un vaso de whisky con soda mientras ella bebía pequeños sorbos de vino blanco.

—¿Has estado aquí otras veces? —preguntó Paula al tiempo que estudiaba la carta.

—Unas cuantas. Pero hacía tiempo que no venía.

Tras años de comidas y cenas a base de un solo plato, Paula hojeó las páginas, incómoda ante la cantidad de sugerencias.

—¿Qué me recomiendas?

—La verdad es que todo. El corre de cordero es una especialidad de la casa. Pero los filetes y el marisco también valen la pena.

—Eso no me ayuda a elegir.

—Pero es la verdad. Pidas lo que pidas, te gustará.

Mientras estudiaba la lista de entrantes, Paula jugueteó con un mechón de cabello, y Pedro la contempló, fascinado y divertido al mismo tiempo.

—¿Te he dicho ya lo guapa que estás esta noche?

—Sólo dos veces —replicó ella aparentando indiferencia—. Pero no te sientas obligado a callarte. Te aseguro que no me importa.

—¿De verdad?

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