viernes, 29 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 23

Había dejado que la llevara a la cama y le había abierto su corazón, un corazón que estaba vacío desde que Delfina se marchara para casarse con Fernando dejándola en manos de un padre dictatorial que pensaba que el amor era para las masas.

De ahí que no aceptara el compromiso de su hermana con Fernando. Delfina había intentado convencerla de que realmente estaba enamorada de Fernando pero ella sólo había visto la manipulación de su padre. Sin embargo, había estado ciega a la manipulación de Facundo.

Al menos, se enteró de las intenciones de Facundo  antes de casarse con él, lo cual le evitó tener que pagarle la pensión de la que el hombre esperaba vivir tras el divorcio.

Pero Paula aprendía de sus errores, como Pedro había tenido oportunidad de comprobar. Ahora que Delfina y Fernando muertos, su fortuna se vería incrementada. No había pensado mucho en ello hasta ese momento pero algunas personas la encontrarían por ello mucho más atractiva. Para ella significaba que aumentaban los problemas.

En ese momento Pedro entró dando una patada a la puerta anunciando que la cena estaba lista y llevando un plato en cada mano. Pero además sostenía con el dedo meñique una botella de linimento.

Se movía con cuidado para no clavarse los tenedores que llevaba metidos en la cinturilla del pantalón.

Paula estaba en la cama abrazándose las rodillas y cambió de posición para quedar sentada en el borde.

—Elige un plato —dijo Pedro dándole a continuación los tenedores, y se sentó en la otra cama, frente a ella, el plato sobre las rodillas—. Come ahora que está templado. Esto puede esperar un poco más —dijo refiriéndose al linimento. Se fijó en que Paula lo miraba con suspicacia. A veces, era muy fácil saber lo que estaba pensando.

—No creerás que voy a bebérmelo, ¿verdad?

—Bueno, contiene algo de alcohol pero ¿estamos tan desesperados? —dijo él leyendo la etiqueta con tanta atención como había leído la de la botella de vino en el restaurante—. Los demás componentes harían arder el estómago de cualquiera.

—¿Qué componentes, exactamente? —dijo ella arqueando una ceja.

—No preguntes. No quiero que te siente mal la comida —dijo él yéndose por las ramas.

—¿Y qué es esto? —preguntó tocando con el tenedor una especie de rollo que había dentro del plato—. ¿Algo de lo que me tengas que avisar?

—No es más que arroz, cebollas y verdura. Si encuentras trozos es tofu. Se conserva mejor que la carne. Tienes que aumentar el aporte de proteínas. No pienses en las calorías, piensa en la energía.

Paula  siguió inspeccionando el contenido del plato mientras Pedro pinchaba con su tenedor.

—De hecho, no está tan malo. Aprovéchalo ahora que puedes. No tiene comparación con la comida seca que acabaremos comiendo si es que llegas arriba.

Paula tomó una cucharada y tragó, y después otra. Cuando levantó la vista y vió que Pedro la estaba mirando, asintió.

—He comido cosas peores. Aunque no puedo recordar dónde.

—¿Alguna vez has ido a algún sitio que no fuera de lujo? —preguntó Pedro, aunque esta vez era mera curiosidad.

Paula levantó las comisuras de los labios. En el fondo de sus ojos grises también relucía una sonrisa.

—¿Cuenta la limpieza del establo de mi caballo? Sé utilizar la horquilla del heno tan bien como tú el piolet.

Pedro no la creyó ni por un momento. ¿Por qué haría algo así cuando lo más probable era que el establo fuera suyo? Por una parte, deseaba no haber mencionado nunca lo de la atracción pero creía que lo importante era la sinceridad con sus clientes, y lo cierto era que la tensión sexual entre ellos estaba provocando en él un cortocircuito. El beso nunca debería haber ocurrido pero nunca antes había sucumbido a la tentación como con Paula.

A continuación, tomó la botella de linimento y se puso un poco en la palma de la mano. Aquello iba a ser terriblemente doloroso.

—Muy bien. Manos a la obra.

—Lo puedo hacer yo sola.

—No tiene sentido que los dos terminemos con este horrible olor en las manos —dijo él mientras la luz de la lámpara de queroseno levantaba sombras que se movían como murciélagos por las paredes. Una visión fantasmagórica de cómo la abstinencia lo estaba haciendo sentirse. Nada comparado con lo que habría de venir.

Él no estaba obsesionado con el sexo pero tenía momentos. ¿Qué hombre de su edad no los tendría? Había sido fácil pasar sin ello cuando no había ninguna mujer en muchos kilómetros a la redonda. No le había exigido ningún sacrificio.

Pero a Paula la deseaba. Mucho.

Y dolía. No se refería sólo a dolor físico porque estuviera excitado la mayor parte del tiempo, sino dolor porque era la primera mujer que parecía hecha a su medida. La primera que le llegaba por encima del hombro y cuyo cuerpo parecía diseñado para poder soportar su peso.

—Alégrate de no tener que usarlo como bálsamo de afeitado —dijo ladeando la cabeza y mirándolo—. Los hombres tenéis suerte de poder dejar que os crezca la barba.

El comentario le arrancó una sonora carcajada que resonó entre las cuatro paredes.

—Por la calidez —explicó ella tratando de suavizar el comentario.

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