viernes, 29 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 26

—Bueno, parece que estamos solos —dijo Pedro abriendo la puerta con el hombro—. ¿Qué tal tus habilidades culinarias?

—Inexistentes.

—Entonces, tendré que preparar algo yo mismo.

El ambiente estaba muy tranquilo si no se tenía en cuento el virulento aullido del viento fuera del refugio. No se oían voces ni ruido de utensilios de cocina. Pedro miró el reloj.

—Me pregunto hasta dónde habrá llegado nuestro equipo.

Se suponía que Rei y Angel  Nuwa, su primo, tenían que alcanzar a los otros en el trekking hasta el campamento base, donde todo estaría preparado antes de que ellos llegaran. Deseó poder tenerlos allí con ellos.

Pero luego trató de animarse. Sólo sería una noche… una larga noche.

Cuando abrió, el viento empujó la puerta y, después de cederse el paso uno al otro, ambos entraron riéndose y golpeándose con los lados de la puerta en su prisa por escapar a las dentelladas del viento.

Pedro se quitó la mochila y cerró la puerta no sin esfuerzo. El viento estaba haciéndose más fuerte y se alegraba de que hubiera dos maderos para atrancar la puerta. Aun así, el viento la golpeaba haciéndola temblar.

La luz era mínima. Al contrario que días antes, a aquella hora el cielo estaba oscuro. Paula se estaba riendo. Pedro escuchó cómo su mochila golpeaba el suelo y cómo se bajaba la cremallera de su anorak. Trató de ignorar el ingrediente sexual que implicaba el estar desnudándose a oscuras y se concentró en lo negativo que podría ser si se tropezaban con todos los trastos desparramados por la habitación. En el Everest, los efectos de una herida aumentaban. La falta de oxígeno hacía que el cuerpo tuviera que esforzarse al límite y costaba más que las heridas curasen. Una cosa más que añadir a la lista de imprevistos contra los que luchar.

—Creo que hace demasiado frío para quitarme la chaqueta —dijo Paula.

—Sí, la temperatura está bajando pero pronto entraremos en calor aquí dentro. Por cierto, ¿recuerdas dónde está tu frontal? Creo que necesito ver algo.

—Espera. Lo envolví en una camiseta en la parte superior de la mochila.

—¿Lo puedes sacar? —preguntó Pedro—. Comprueba que nos queda de comida. Me pareció ver un bulto de algo entre las camas cuando entramos —dijo Pedro mientras se quitaba los guantes y buscaba en los bolsillos una caja de cerillas y la lámpara que habían utilizado en la tienda. Que Paula encontrara antes su frontal y lo iluminara con él facilitó mucho las cosas.

—Nos han dejado la cocina de keroseno, una botella de combustible, no mucho, aunque no creo que la vayamos a necesitar porque la mayoría de la comida que nos han dejado son cosas secas. Hay barritas de proteínas y otras cosas. También hay agua, platos y un cazo —dijo Paula levantando la cabeza e iluminándolo con el frontal—. Tengo aquí mi taza y unas bolsitas de té en el bolsillo.

—¿Algo más? ¿Alguna otra barrita de proteínas y demás dulces que no te hayas comido? Pregunto porque no estoy muy seguro de que el viento vaya a ceder esta noche. Intentaré conseguir información meteorológica por el teléfono pero puede que la tormenta haya causado problemas en la comunicación. Me preocupa que ahora empiece el mal tiempo y tendremos que racionar los alimentos.

En ese momento, prendió una cerilla y encendió la lámpara. Al momento, ambos podían verse la cara. A pesar de la dura jornada, Paula seguía estando muy sexy.

—Me quedan todavía dos cartuchos de gas. ¿Tienes alguno tú?

—Sé que me queda uno que está a medias y creo que tengo otro más.

Pedro cruzó la habitación. Los últimos metros hasta llegar al refugio no habían sido un paseo precisamente. Se había tenido que parar dos veces para ajustar la capucha de Paula y él había tenido que ajustarse más el gorro de lana hasta las gafas a falta de un pasamontañas, que habría sido mejor si no hubieran estado al fondo de las mochilas.

—Enséñame la cara. ¿Te escuece?

Paula  tenía unos rosetones de vivo color rojo en las mejillas allí donde las gafas terminaban. Pedro las frotó con el dorso de los nudillos.

—Compruebo si te has quemado.

Los labios de Paula estaban muy cerca de los suyos. Pedro se retiró aunque aquella caricia natural había provocado una explosión en su entrepierna. La testosterona negada durante tanto tiempo estaba llegando a cotas muy altas. Tenía que retroceder.

—¿Qué tal los dedos? ¿Sientes que se te duermen?

—Estoy bien, de verdad. Te lo diría si me pasara algo.

¿Seguro? Tenía un aspecto radiante y no parecía que fuera a decirle nada. Paula tenía secretos y no todos tenían que ver con su trabajo. A veces empezaba a decir algo, sobre Delfina o su padre, y se detenía en seco fingiendo haber olvidado lo que iba a decir. Pedro había empezado a pensar que se trataba de algo misterioso que sólo ella y su hermana sabían y que no pensaba confiárselo.

Con todas las historias de niños maltratados estaba empezando a sospechar aunque no había llegado a ninguna conclusión. No había sufrimiento en sus ojos grises cuando se cerraba a él, sino fiera determinación, la misma que había visto brillar en ellos a cada paso por la montaña que Pedro ponía a prueba. Por mucho que intentaran seguir siendo unos extraños, lo cierto era que si no fuera por el freno que se auto imponía ya serían amantes.

Era hora, sin embargo, de ganarse la confianza de Paula. El tiempo pasaba y entre ellos no había esa comodidad y relajación que solía darse con los clientes en ese punto del viaje. Tener que permanecer en el refugio no haría sino aumentar la sensación de incomodidad.

—Será mejor que salga a cazar antes de que el tiempo empeore.

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