miércoles, 20 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 89

—Qué pena, Pedro... —murmuró—. Era perfecta para tí.

Se quedaron sentados en silencio unos minutos, hasta que un chaparrón otoñal los obligó a desandar el camino hacia el aparcamiento. Pedro abrió la puerta del coche de su madre y dejó que ésta se sentara al volante. Luego, cerró la portezuela y apoyó las manos contra la ventanilla, notando el contacto de las frías gotas en la punta de los dedos. Ana le sonrió tristemente y arrancó, dejándolo de pie bajo la lluvia.
Lo había perdido todo.

Se dió cuenta tan pronto como salió del cementerio y tomó el corto camino de regreso a casa.

Condujo la furgoneta por delante de una serie de viejos edificios Victorianos que se le antojaron siniestros bajo la pálida y brumosa luz del atardecer; cruzó grandes charcos en medio de la carretera con los limpiaparabrisas barriendo el agua rítmicamente y cruzó el centro de la ciudad.

Mientras pasaba frente a los establecimientos comerciales que conocía desde niño, sus pensamientos fueron centrándose inexorablemente en Paula.

«Era perfecta para tí.»
Al final tuvo que admitir que, a pesar de la muerte de Matías, a pesar de todo, no había sido capaz de quitarse a Paula de la cabeza. Como una aparición, su imagen se le había presentado una y otra vez, y había tenido que recurrir a toda su determinación para que se desvaneciera. Sin embargo, en aquellos momentos le resultó imposible. Con sorprendente claridad, recordó su expresión el día en que él había ido a arreglarle las puertas de los armarios, oyó el eco de su risa en el porche e incluso pudo rememorar la leve fragancia a champú de su cabello. Fue como si Paula estuviera a su lado, sólo que... no estaba ni volvería a estarlo nunca. Aquella idea hizo que se sintiera aún más vacío. «Paula...»

Mientras seguía conduciendo, todas las justificaciones a las que había recurrido le parecieron huecas y carentes de significado. ¿Qué le había ocurrido? Sí, era cierto que se había ido distanciando progresivamente. A pesar de que él no quería reconocerlo, Paula había tenido razón. ¿Por qué había obrado de aquella manera? ¿Acaso había sido por lo que su madre le había explicado?

«No te enseñé lo maravilloso que es querer a alguien y ser correspondido.»

Pedro  meneó la cabeza, mientras se preguntaba si las decisiones que había tomado en la vida habían sido correctas. ¿Tenía razón su madre? ¿Habría actuado de la misma manera de haber vivido su padre? ¿Se habría casado con Valerie o con Lori? Se dijo que quizá sí, aunque lo más probable era que no: en aquellas relaciones siempre había habido otros obstáculos y no se sentía capaz de afirmar, con la mano en el corazón, que hubiera estado enamorado de verdad de ninguna de aquellas dos mujeres.

Pero ¿y de Paula?

Se le hizo un nudo en la garganta al recordar la primera noche que habían hecho el amor. Por mucho que se hubiera negado a aceptarlo, en aquel momento tuvo que reconocer que la había amado por completo y con todo el corazón. Entonces, ¿por qué no se lo había dicho? Y lo que era aún peor, ¿por qué se había engañado a sí mismo para alejarse de ella?

«Pedro, tú estás solo porque quieres.»

¿Era cierto? ¿De verdad quería afrontar el futuro sin nadie? Sin Matías, y pronto sin Melisa, ¿quién más le quedaba? Su madre y punto. La lista se terminaba con ella. ¿Realmente era lo que deseaba? Una casa vacía; un mundo sin amigos, un mundo sin nadie que se interesara por él; un mundo donde no hubiera lugar para el amor...

Mientras conducía su camioneta, la lluvia se abatía contra el parabrisas como si quisiera remachar las dudas que lo asaltaban, y entonces, por primera vez en su vida, Pedro se dió cuenta de que siempre se había mentido a sí mismo y de que aún seguía haciéndolo.

Otros fragmentos de conversaciones fueron a sumarse al torbellino de su cerebro.

Matías, que le advertía: «No lo fastidies esta vez...»

Melisa, que le decía, bromeando: «¿Qué, Pedro, vas a casarte con esta preciosidad o no?»

Paula, con su resplandeciente belleza: «Todos necesitamos compañía.»

Y su respuesta: «Yo no necesito a nadie.»
Mentira. Toda su vida había sido una gran mentira, y las mentiras lo habían llevado ante una realidad que le resultaba imposible abarcar. Matías ya no estaba; Melisa ya no estaba; Paula ya no estaba; Nico ya no estaba... Los había perdido a todos. Las mentiras se habían convertido en realidad.

«Se han ido todos.»

Aquella súbita conciencia le hizo agarrar el volante con fuerza para mantener el control. Se hizo a un lado de la carretera y aminoró hasta que se detuvo. Puso punto muerto. Veía borroso.

«¡Estoy solo!»

Se inclinó sobre el volante mientras la lluvia se abatía a su alrededor y se preguntó cómo demonios había sido capaz de permitir que tal cosa le ocurriera.


Paula salió a la calle, cansada tras su jornada de trabajo. La incesante lluvia había reducido el número de clientes, y al final habían sido los suficientes para mantenerla ocupada pero demasiado pocos para conseguir unas buenas propinas. En cierta manera, podía considerarla una noche malgastada. No obstante, si miraba el lado bueno, así tenía la oportunidad de marcharse un poco más temprano. Por suerte, Nico ni se inmutó cuando lo dejó en el asiento de atrás del vehículo.

Durante los meses en que Pedro los había acompañado, el chico se había acostumbrado a ovillarse en el regazo de Paula, pero ahora que ella había conseguido un coche —¡hurra!—, tenía que volver a viajar atado con el cinturón en el asiento trasero. La noche anterior había montado tal pataleta que al llegar a casa le costó un par de horas volver a dormirse.

Paula contuvo un bostezo cuando giró y enfiló por el camino que llevaba hacia su casa, aliviada por la idea de meterse en la cama. La gravilla del sendero estaba húmeda a causa de la lluvia caída, y pudo oír el golpeteo de las piedrecillas que arrojaban los neumáticos. Unos minutos más, y después de tomarse un vaso de cacao caliente, estaría ya entre las sábanas. La perspectiva era casi embriagadora.

La noche era oscura y sin luna, y las nubes ocultaban el resplandor de las estrellas. Había bajado la niebla, y Paula condujo despacio, orientándose por la luz del porche. Cuando se aproximó a la casa y pudo verla con claridad, estuvo a punto de clavar las ruedas de un frenazo: allí delante estaba estacionada la camioneta de Pedro. Miró hacia la puerta de entrada y lo vió, sentado en los escalones, esperándola.

A pesar del cansancio, Paula se despabiló de golpe y se le ocurrió un montón de posibles explicaciones. Estacionó y apagó el contacto del motor.

Pedro se le acercó mientras ella se apeaba y cerraba la portezuela sin hacer ruido. Paula estaba a punto de preguntarle sin ningún tipo de miramiento qué hacía allí, pero las palabras murieron en sus labios al verlo: tenía muy mal aspecto, los ojos inyectados de sangre y la mirada perdida; estaba pálido y desmejorado. Metió las manos en los bolsillos y evitó la mirada de Paula.

Permaneció inmóvil mientras buscaba algo que decir.

—Veo que te has comprado un coche —dijo por fin.

Un torrente de emociones se abatió sobre Paula cuando escuchó aquella voz: amor y alegría, furia y dolor; el recuerdo de la soledad y la silenciosa desesperación de las semanas pasadas. No estaba dispuesta a volver a pasar por todo aquello.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.

El tono de amargura sorprendió a Pedro, que dejó escapar un suspiro.

—He venido para decirte cuánto lo siento —repuso, vacilando—. No tenía intención de hacerte daño.

Eran exactamente las palabras que a Paula le habría gustado escuchar tiempo atrás, pero en aquellos instantes carecían de significado. Se volvió y miró por encima del hombro la dormida figura de Nico en el asiento de atrás.

—Es demasiado tarde para eso.

Pedro levantó la cabeza. En la penumbra, parecía mucho más viejo de lo que Paula lo recordaba. Era como si hubieran pasado años desde su último encuentro. Él forzó una débil sonrisa y volvió a bajar la mirada al tiempo que sacaba las manos de los bolsillos y daba un paso hacia su camioneta.

De haberse tratado de otra persona o de haber sido en cualquier otro momento, Pedro habría seguido caminando con la convicción de que había hecho todo lo posible por arreglar las cosas. Sin embargo, se obligó a detenerse.

—Melisa se marcha a Rocky Mount —dijo a la oscuridad, dándole la espalda a Paula.

—Lo sé —contestó ella pasándose distraídamente la mano por el cabello—. Me lo dijo hace unos días. ¿Por eso has venido?

Pedro negó con la cabeza.

—No. Estoy aquí porque quería hablar de Matías —murmuró sin mirarla. Ella apenas podía oírlo—. Tenía la esperanza de que tú me escucharías... No tengo a nadie más con quien charlar.

Aquella declaración de vulnerabilidad emocionó y sorprendió a Paula. Por un breve instante, sintió el deseo de correr a su lado, pero se contuvo, no estaba dispuesta a olvidar lo que él le había hecho a Nico o a ella misma.

«No quiero caer otra vez en lo mismo —pensó—. Sin embargo, fui yo quien le dijo que me tenía a su disposición si deseaba desahogarse con alguien.»

—Pedro escucha... Es muy tarde. Quizá mañana —sugirió en voz baja.

Él asintió, como si hubiera esperado exactamente aquellas palabras. Paula tuvo la impresión de que iba a marcharse, pero Pedro permaneció donde estaba.

En la distancia sonó el retumbo de un trueno. La temperatura estaba empezando a bajar, y la humedad aumentaba la sensación de frío. Cuando él se volvió para mirarla, la luz del porche brillaba con un halo brumoso, como un diamante.

—También quería contarte algo acerca de mi padre... Ya es hora de que sepas la verdad.

Paula  se dió cuenta por la dolorida expresión del rostro de Pedro del esfuerzo que a él le había costado pronunciar aquellas palabras.  Allí,  delante de ella, parecía al borde del llanto. Tuvo que apartar la mirada.

Se acordó del día en el festival, cuando él le propuso acompañarla a su casa. Entonces ella había accedido en contra de la voz del instinto y a cambio había recibido una dolorosa lección. En aquel instante se enfrentaba a otro dilema parecido y volvía a dudar. Suspiró.

«No es el momento, Pedro. Es tarde, y Nico duerme. Me encuentro cansada y no estoy segura de estar preparada para lo que me pides.»

Se imaginó a sí misma diciéndoselo. Pero las palabras que pronunció no fueron las mismas.

—De acuerdo —dijo.

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