miércoles, 20 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 91

Pedro se detuvo. Un músculo de la mandíbula se le contraía rítmicamente y tenía los ojos vacíos de toda expresión. Se dio un fuerte puñetazo en la pierna.

—Todavía puedo ver la expresión del rostro de mi padre cuando por fin se dio cuenta de que yo no iba a saltar. Los dos lo comprendimos a un tiempo. El miedo se le reflejaba en la cara, pero no era miedo por lo que pudiera sucederle a él. Simplemente dejó de gritar y de gesticular. Recuerdo que me miró a los ojos, sin apartar la vista ni un instante. Fue como si el tiempo se hubiera detenido y sólo estuviéramos él y yo: ya no escuchaba los alaridos de mi madre, ya no sentía el calor de las llamas, ya no olía el denso humo... Sólo podía pensar en mi padre. Entonces él asintió muy levemente, y supe con toda certeza lo que se disponía a hacer. Sin perder un segundo se dio la vuelta y echó a correr hacia la puerta de entrada. Se movió con tanta rapidez que mi madre apenas tuvo tiempo de detenerlo. En aquel momento, la casa ardía por los cuatro costados. El fuego me había rodeado y se me acercaba. Me quedé en la ventana, demasiado aterrado para seguir chillando.

Pedro cerró los ojos y apretó las palmas contra ellos. Cuando las apartó, se dejó caer contra el respaldo del sofá, como si no quisiera continuar; sin embargo, hizo un esfuerzo sobrehumano y prosiguió.

—No debió de tardar más de un minuto en llegar hasta mí, pero me pareció una eternidad. Yo había sacado la cabeza por la ventana y, aun así, me costaba respirar. Había humo por todas partes y un ruido ensordecedor. La gente cree que el fuego es silencioso, pero no es así: cuando las llamas lo devoran todo, se oye como un millar de diablos aullando de dolor. A pesar del fragor del incendio, pude escuchar a mi padre gritándome que acudía en mi ayuda.

La voz de Pedro se quebró. Se dio la vuelta para ocultar las lágrimas que le corrían abundantemente por el rostro.

—Recuerdo que me dí la vuelta y lo ví. Sí, lo ví... Estaba ardiendo... La piel, los brazos, la cara, el cabello... Todo él, de la cabeza a los pies. Ví aquella antorcha humana que se precipitaba hacia mí mientras las llamas la consumían. Pero no gritaba. No gritó cuando se me echó encima y me hizo salir por la ventana. No gritó cuando me dijo: «Vamos, hijo.» Me agarró por la muñeca, me suspendió en el vacío y, cuando estuve lo más cerca posible del suelo, me dejó ir. Caí con la fuerza suficiente para romperme un hueso del tobillo. Oí el chasquido con toda claridad y rodé sobre la espalda mientras miraba hacia lo alto. Fue como si Dios hubiera querido que viera lo que yo había hecho. Y lo ví: ví el brazo llameante de mi padre que desaparecía entre el fuego.

Pedro se detuvo, incapaz de articular una palabra más. Paula permaneció muy quieta, con los ojos arrasados por las lágrimas y un nudo en la garganta. Al cabo de un momento, él reanudó el relato en voz baja. Estaba temblando, como si los sollozos estuvieran desgarrándolo.

—Ya no volvió a salir... Recuerdo que mi madre me llevó lejos de la casa sin dejar de gritar y llorar. Yo también gritaba y lloraba.

Cerró los ojos y levantó el rostro hacia el techo.

—¡Papá...! ¡No! —aulló con voz ronca.

El lamento sonó como un disparo en el silencio del salón.

—¡Sal de ahí, papá!

Pedro se derrumbó y Paula fue instintivamente hasta su lado. Lo abrazó y lo meció entre sus brazos mientras Pedro sollozaba incoherencias.

—¡Por favor, Dios mío, por favor...! ¡Déjame repetirlo, por favor...! ¡Saltaré...! ¡Prometo que esta vez saltaré! ¡Deja que salga! ¡Deja que papá vuelva!

Paula lo estrechó con todas sus fuerzas; hundió el rostro en su cuello y sus propias lágrimas corrieron por la nuca y la espalda de Pedro. Al cabo de un momento, sólo pudo escuchar el latido del corazón de Pedro y el crujido del sofá mientras él se balanceaba, como en trance, sin dejar de murmurar:

—No quería matarlo... No quería matarlo...

Paula  sostuvo a Pedro hasta que éste, agotado, calló por fin. Luego, lo soltó y fue a la cocina; un instante después, regresó con una cerveza en la mano, un pequeño despilfarro que se había permitido el día que había comprado el coche.

No sabía qué más podía hacer o decir. A lo largo de la vida había escuchado algunas historias estremecedoras, pero ninguna tan terrible como aquélla. Pedro la miró con expresión sombría cuando ella le entregó la bebida, abrió la lata y bebió un largo trago. Luego, sin dejar de sujetarla, se la colocó en el regazo. Paula le hizo una caricia en la pierna, y él le tomó la mano.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—No —respondió él con franqueza—. Pero es posible que nunca lo haya estado del todo.

Paula le dió un leve apretón.

—Posiblemente no —confirmó con una débil sonrisa.

Se quedaron en silencio durante un rato, hasta que ella volvió a hablar.

—¿Por qué esta noche, Pedro?

A pesar de que Paula habría podido intentar convencerlo de que él no había sido el causante de la muerte de su padre y consolarlo, estaba segura de que aquél no era el momento oportuno. Ninguno de los dos estaba dispuesto a hacer frente a aquellos demonios. Pedro hizo girar distraídamente la lata.

—No he dejado de pensar en Matías desde el día en que murió; y ahora que Melisa se marcha... No sé... Sentí como si algo me devorara por dentro.

«Siempre fue así, Pedro», pensó ella.

—Sí, pero ¿por qué yo? ¿Por qué no acudiste a cualquier otro?

Él tardó un tiempo en contestar; pero, cuando lo hizo, en sus ojos sólo se podía leer arrepentimiento.

—Porque me interesas más de lo que nadie me ha interesado nunca —repuso con indudable franqueza.

Paula  se quedó sin aliento al escuchar aquellas palabras. Como tardó en responder, Pedro retiró la mano, igual que había hecho en una ocasión en la feria.

—Tienes todo el derecho del mundo a no creerme —reconoció él—. Yo, en tu lugar, probablemente también dudaría. Lamento mi comportamiento. Estaba equivocado. —Hizo una pausa mientras jugueteaba con la lengüeta de la lata—. Me gustaría poder explicar por qué hice lo que hice; pero, sinceramente, no lo sé. He pasado tanto tiempo engañándome a mí mismo que no estoy seguro de que pudiera reconocer la verdad aunque la tuviera delante de mis ojos. Lo único que sé a ciencia cierta es que he echado a perder la mejor ocasión que he tenido en la vida.

—Sí. Así es —contestó ella.

Pedro soltó una risita nerviosa.

—Supongo que una segunda oportunidad está fuera de toda consideración, ¿no?

Paula calló. Se había dado cuenta de que en algún momento de aquella velada su resentimiento hacia Pedro se había desvanecido. El dolor seguía presente, al igual que la aprensión ante lo que pudiera depararle el porvenir. De algún modo, sentía la misma ansiedad que cuando lo había conocido; y en cierta manera, sabía que así era.

—Ese cartucho lo quemaste hace más de un mes. A estas alturas ya vas por la vigésima.

Él escuchó aquel ligero tono de ánimo y la miró con la esperanza dibujada en el rostro.

—¿Tantas?

—Y más —contestó ella, sonriendo—. Si fuera la reina, te habría mandado decapitar.

—¿Sin esperanza, entonces?

«¿La hay? —se preguntó Paula—. Al final, todo se reduce a esa incógnita, ¿no es así?»

Vaciló. Podía sentir que su tozuda determinación se desmoronaba mientras miraba a Pedro, cuyos ojos resultaban más elocuentes que cualquier discurso. De repente, sintió que la invadían incontables imágenes de todos los buenos ratos que él le había hecho pasar a Nico revivió todos los sentimientos que había enterrado tan cuidadosamente durante las últimas semanas.

—No he dicho eso —contestó finalmente—. Pero no creo que podamos reanudar nuestra relación donde la dejamos, como si tal cosa. Hay un montón de cuestiones que hay que resolver primero, y no va a ser fácil.

Pedro tardó unos instantes en interpretar el significado de las palabras. La oportunidad —por remota que fuera— estaba allí, sin duda, y sintió que lo invadía una sensación de alivio. Sonrió brevemente y depositó la bebida sobre la mesa.

—Lo siento, Paula. Siento lo que te hice y también lo que le hice a Nico.

Ella asintió y tomó su mano.

Durante las horas que siguieron hablaron con renovada sinceridad. Pedro le explicó cómo habían transcurrido los últimos días; las conversaciones que había tenido con Melisa y lo que Ana  le había dicho, al igual que la pelea con Matías la noche en que éste había muerto. También le contó cómo el fallecimiento de su amigo había despertado los recuerdos de la tragedia de su padre y cómo, a pesar de todo, seguía sintiéndose culpable por ambas. Habló largo y tendido, mientras Paula escuchaba atentamente, a ratos ofreciéndole su apoyo y a ratos haciendo preguntas.

Eran casi las cuatro de la mañana cuando Pedro se levantó para marcharse. Ella lo acompañó hasta la puerta y lo vió meterse en su camioneta y alejarse.

Mientras se ponía el pijama, pensó que no podía prever qué rumbo iba a tomar su relación a partir de entonces —se recordó que una cosa eran las palabras y otra muy distinta los hechos—. Podía significar un gran cambio o nada en absoluto. No obstante, estaba segura de una cosa: ya no le correspondía decidir a ella sola. Si Pedro quería una nueva oportunidad —pensó mientras sus ojos se cerraban—, tendría, como al principio, que ganársela.

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