viernes, 8 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 60

Cuando Paula se despertó, a la mañana siguiente, se dió cuenta de que estaba sola. Las sábanas del lado de Pedro  estaban apartadas y no se veía ni rastro de su ropa. Miró la hora: faltaban pocos minutos para las siete. Extrañada, se puso una bata corta de seda y comprobó el resto de la casa antes de echar un vistazo por la ventana.

La camioneta de Pedro había desaparecido.

Ceñuda, Paula volvió a mirar en la mesilla: ni una nota. Tampoco en la cocina.

Nico, que la había oído caminar por la casa, se asomó tímidamente fuera de su habitación mientras ella se dejaba caer en el sofá e intentaba hallar una explicación.

—«Oha, ama» —murmuró con los ojos medio cerrados.

Justo cuando estaba a punto de responderle, Paula oyó el motor del vehículo de Pedro que se acercaba por el camino.

Un minuto más tarde, cargado con una bolsa de comestibles, Pedro abría despacio la puerta de entrada, como si temiera despertar a los habitantes de la casa.

—¡Oh! Hola —los saludó en voz baja cuando los vio—. No pensaba que estuvierais despiertos tan pronto.

—«¡Oha, Pepe!» —exclamó Nico, súbitamente despierto.

Paula se cerró la bata.

—¿Adónde has ido?

—Fui a la tienda.

—¿A estas horas?

Pedro cerró la puerta tras él y entró en el salón.

—Abren a las seis.

—¿Por qué hablas en susurros?

—Pues... no lo sé.

Se echó a reír y su voz recobró el tono normal.

—Siento haber desaparecido esta mañana, pero tenía un enorme agujero en el estómago.

Paula  le lanzó una mirada interrogadora.

—En cualquier caso, como ya estaba levantado, me pareció que sería una buena idea prepararos un desayuno como Dios manda: huevos, beicon, tortitas y todo lo demás.

—Cómo, ¿no te gustan mis Cheerios? —preguntó ella sonriendo.

—Me encantan tus Cheerios, pero hoy es un día especial.

—¿Y por qué es tan especial?

Pedro  miró a Nico y vió que éste tenía los ojos puestos en los juguetes que había en el rincón. Ana los había apilado cuidadosamente antes de marcharse, y el niño parecía dispuesto a corregir el error sin pérdida de tiempo. Cuando estuvo seguro de que no les prestaba atención, Pedro  se limitó a alzar las cejas.

—¿No lleva usted nada bajo esa ropa, señorita Chaves? —murmuró, fingiendo un tono lascivo.

—¿No te gustaría averiguarlo? —replicó ella pícaramente.

Pedro depositó la bolsa con comida encima de la mesa y la rodeó con los brazos mientras su mano le recorría la espalda y llegaba un poco más abajo.

—Me parece que lo acabo de descubrir —repuso él con complicidad.

Paula pareció momentáneamente incómoda y miró de reojo a Nico.

—Déjalo —pidió ella, no muy convencida—. Nico está delante.

Pedro  asintió y se separó de ella guiñándole un ojo. El niño seguía plenamente absorto en sus juguetes.

—Bien, hoy es un día especial por una razón evidente —dijo despreocupadamente mientras recogía las vituallas—. Pero lo que es más; después de que os haya preparado un desayuno que os chuparéis los dedos, pienso llevaros a tí y a Nico a la playa.

—Pero... hoy tengo que trabajar con él y, después, me espera el restaurante por la noche.

Mientras pasaba a su lado camino de la cocina se inclinó hacia ella y le susurró al oído, como si compartiera un secreto:

—Lo sé. Y yo tengo que ir a casa de Matías  para repararle el tejado. Pero estoy dispuesto por una vez a hacer novillos si tú también lo estás.

—Pero si me he tomado el día libre en la ferretería —protestó Matías medio en broma—. No puedes dejarme plantado ahora que acabo de vaciar el garaje.

Vestido con unos vaqueros y una vieja camisa, estaba esperando a que Pedro apareciera cuando sonó el teléfono.

—Bueno, pues vuelve a poner todo en su sitio —contestó Pedro jovialmente—. Ya te he dicho que hoy no va a poder ser.

Mientras hablaba por teléfono, removía el beicon en la chisporroteante sartén. El aroma llenaba toda la casa. Paula estaba a su lado, aún con la bata de seda, llenando de café molido el filtro de la cafetera. Cada vez que la miraba, Pedro deseaba que Nico pudiera esfumarse una hora más o menos. Le costaba poner los cinco sentidos en la conversación.

—Pero ¿qué pasa si llueve?

—¿No me dijiste que aún no tenías goteras? Por eso lo has ido retrasando.

—¿Cuatro cucharadas o seis? —preguntó Paula.

Apartando el auricular, Pedro respondió:

—Pon ocho. Adoro el café.

—¡Oye! ¿Quién hay ahí? —preguntó Matías, que, de repente, lo vio todo claro—. ¡Eh! ¿Estás con Paula?

Le lanzó una mirada de admiración a ella.

—No es que sea asunto tuyo, pero has acertado.

—Así que has pasado toda la noche con ella, ¿verdad?

—¿Qué clase de pregunta es ésa?

Paula, que sabía exactamente lo que Matías estaba diciendo al otro lado de la línea, sonrió.

—Viejo zorro...

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