lunes, 25 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 13

—No me paso toda la vida en la cima de una montaña. Puede que Nueva Zelanda sea un país pequeño pero tiene grandes vinos.

Dijo aquello como si quisiera sacudirse de encima la sensación de que había cometido un error acudiendo a la cita. La disparidad de los dos lugares que habían elegido para sus encuentros, la taberna más barata y el hotel más elegante de la ciudad, no hacía sino incrementar la desagradable consciencia de la diferencia de clase social que los separaba.

No había pensado en ello cuando conoció a Delfina, sin embargo. Ella había sido una amiga; nunca se había sentido atraído por ella. Pero con Paula se sentía como si caminara por un campo minado en tierra de nadie.

La salida más rápida y segura era decir que no.

—Solos al fin —dijo de pronto Paula, una luminosa sonrisa en el rostro. Pedro tuvo la desagradable impresión de que Paula lo miraba como si fuera un regalo envuelto en papel brillante y decorado con un gran lazo y estuviera ansiosa por abrirlo.

Pedro  miró por encima del hombro contando las miradas de todos los camareros pendientes de ellos en la sala.

—Me he sentido más solo en una estación abarrotada.

—Se sienten orgullosos de lo serviciales que son. Al menos, eso era lo que decía la web del hotel. Pero la sensación no es tan abrumadora a la hora de la cena, cuando está más concurrido.

—Tendré que creer en tu palabra. Este no es el tipo de alojamiento en el que pensaría si vengo hasta aquí con la intención de subir a una montaña. Aunque es cierto que a la gente con dinero le resulta muy atractiva la idea de una dosis de lujo entre las jornadas de trekking. Al menos, eso era lo que pensaba cuando decidí convertir la vieja granja cerca del Parque Nacional de Aoraki en un albergue.

Pedro sabía que Paula se moría por preguntarle por el lugar al que había dedicado todo su esfuerzo durante los últimos años, pero en ese momento llegó de nuevo el sommelier. Este enseñó a Pedro la etiqueta de la botella. Era francesa. Tan lejos de Nueva Zelanda, sabía que no podía esperar que fuera vino de su tierra, más concretamente de Marlborough, una de las zonas vinícolas más importantes. Aceptó el vino que le presentaba y el hombre sacó un abridor.

—¿Aoraki? ¿Dónde está eso? —preguntó Paula.

—Deja que pruebe esto. Ahora te lo cuento todo —dijo él levantando una mano al tiempo que con la otra hacía girar el vino dentro de la copa tal como Martín le había enseñado a hacer. Después lo olió y finalmente se lo llevó a los labios. Tenía el aroma afrutado de la pera pero le faltaba la riqueza de matices de fruta madura que había experimentado en Nueva Zelanda. Aun así, no le disgustó. Levantó la mirada hacia el sumiller, que esperaba pacientemente.

—Excelente. Gracias —dijo finalmente.

Era obvio que Paula estaba de acuerdo con la elección a juzgar por la forma en que las comisuras de sus labios se levantaron por encima de la copa cuando lo probó.

—Me agrada saber que tu gusto con el vino es mucho mejor que con el whisky.

—Soy un hombre versátil. Utilizo lo que tengo a mano. A veces, es necesario un grado de compromiso —lo que no dijo fue que no había posibilidad de compromiso en lo que se refería a la seguridad de la vida de Paula—. Pero querías saber lo que era Aoraki. Es el nombre maorí para el monte Cook. Quiere decir «el que penetra en las nubes».

—Me gusta. Mucho más romántico que monte Cook.

Como para confiar en una mujer que encuentra romántico un montón de roca. Después del accidente le costaba trabajo ver algo vagamente quijotesco en su profesión. Se había convertido en un medio para conseguir un objetivo: su albergue.

—Te mentiría si dijera que mi albergue es romántico. Antes se utilizaba para guardar ovejas, pero hace mucho que no vive nadie allí. La mayor parte del terreno fue cedido al gobierno como devolución de impuestos. La tierra allí es bastante árida, un valle excavado a los pies de los Alpes del Sur por acción de los glaciares en la edad de hielo. Me interesaba la zona por el fácil acceso a los Alpes y al Aoraki. Está muy cerca de la ciudad de Lake Takapo por lo que no está aislado del todo. Pasan muchos turistas camino de Queenstown.

—Pero debe de ser muy excitante hacer realidad un proyecto así.

—Excitante, excitante, no sé. Cuando pienso en el albergue lo único que veo por delante es mucho trabajo.

—¿Por qué no estás ahora allí trabajando en vez de aquí, en el Everest?

—Necesito el dinero. Además, ahora es invierno en Nueva Zelanda, llueve y nieva mucho. Más apropiado para esquiar que para escalar, de hecho, aunque haya ingenuos que quieran arriesgarse. Mi intención es construir un lugar de entrenamiento junto al albergue donde pueda enseñar a escalar con seguridad.

Pedro se aclaró la garganta en un intento por desplazar el nudo que se le había formado.

—Puede que no lo creas, pero hasta el mes pasado yo pasaba por ser uno de los guías más seguros. Demonios, se suele decir que el orgullo es lo que siempre se presenta antes de una caída pero antes moriría que perder a alguien bajo mi cuidado, especialmente Delfina y Fernando.

—Sé lo que sientes. Se llama culpa. En eso estamos juntos. Dicen que las penas son menos si se comparten.

Pedro pareció oír sólo la última parte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario