lunes, 18 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 85

El funeral se ofició tres días más tarde, el viernes.

A Pedro le dieron de alta el jueves, y lo primero que hizo fue ir a ver a la viuda de Matías.

La familia de Melisa había llegado de Rocky Mount, y la casa estaba llena de gente a la que Pedro sólo conocía por haberla visto en algún bautizo, boda o fiesta. Los parientes de Matías, que vivían en Edenton, también se hallaban allí, aunque se marcharon al caer la noche.

La puerta de la casa estaba abierta cuando Pedro llegó buscando a Melisa.

Tan pronto como la localizó, al otro extremo del salón, se dirigió hacia ella; los ojos se le llenaban de lágrimas. Melisa lo vió. Estaba de pie hablando con su hermana y su cuñado, al lado de una gran foto familiar que colgaba en la pared, pero interrumpió la conversación en el acto y fue hacia él. Pedro la abrazó, hundió el rostro en su hombro y su cabello y arrancó a llorar.

—Lo siento tanto. Lo siento tanto... —Pedro no acertaba a decir más que esa frase, una y otra vez.

Melisa se echó a llorar también, y sus familiares los dejaron solos con su dolor.

—Lo intenté, Melisa. Lo intenté... No sabía que se trataba de Matías.

Ella, que estaba al corriente de lo sucedido porque José se lo había explicado, no tuvo fuerzas para contestar.

—No pude... No pude... —Pedro se ahogó con las palabras antes de derrumbarse completamente.

Los dos permanecieron abrazados largo rato.

Pedro  se marchó una hora después sin haber hablado con nadie más.

El funeral, que se celebró en el cementerio de Cypress Park, congregó a una multitud.

Acudieron los bomberos de los tres condados vecinos así como todos los miembros de las fuerzas del orden, sin contar con los familiares y los amigos. Nunca se había visto a tanta gente de Edenton en un entierro. Como Matías había nacido y crecido allí y llevaba la ferretería, prácticamente toda la ciudad se presentó para brindarle el último adiós.

Melisa y sus cuatro hijos estaban sentados en primera fila, llorando. El párroco pronunció un pequeño sermón antes de leer el salmo veintitrés. Cuando llegó el momento de los elogios, se hizo a un lado para permitir que familiares y amigos se aproximaran.

El primero fue José, el jefe de los bomberos, que ensalzó el valor y la entrega de Matías y habló del respeto con el que siempre lo recordaría en su corazón. La hermana mayor de Matías también habló: ella prefirió revivir algunos recuerdos de la infancia. Cuando hubo terminado, Pedro se adelantó.

—Matías era como un hermano para mí —empezó, con la voz a punto de quebrársele y la mirada gacha—. Crecimos juntos, y mis mejores recuerdos de la infancia van asociados a él. Me acuerdo de una vez, cuando teníamos doce años... Habíamos ido a pescar y me puse de pie en la barca demasiado deprisa, así que resbalé, me golpeé en la cabeza y caí al agua. Matías se zambulló inmediatamente y me rescató. Aquel día me salvó la vida. Cuando más tarde hablamos de lo sucedido, se echó a reír y sólo me contestó: «Maldito patoso. Por tu culpa se me ha escapado el pez que estaba a punto de atrapar.»

A pesar de la solemnidad del momento, se escuchó un leve murmullo de risas que se desvaneció enseguida.

—Mati... —prosiguió Pedro—. ¿Qué puedo decir de él? Era la clase de persona que enriquecía todo y a todos con los que se relacionaba. Yo le envidiaba su forma de ver la vida. Para él, todo el secreto estaba en hacer el bien a los demás y poder mirarse en el espejo y sentirse satisfecho con lo que veía. Mati... —Tuvo que cerrar los ojos para contener las lágrimas—. Mati era todo lo que a mí me hubiera gustado ser...

Pedro se alejó del micrófono con la cabeza gacha y regresó entre el público. El sacerdote concluyó con el oficio, y los presentes empezaron a desfilar ante el ataúd, en cuya tapa había una fotografía de Matías sonriendo, de pie junto a la barbacoa del jardín de su casa. Al igual que la foto que Pedro conservaba de su padre, aquella imagen también reflejaba la verdadera esencia de su amigo.

Más tarde, William pasó otra vez por el domicilio de Melissa.

La casa estaba atestada de la gente que había ido a dar el pésame tras el funeral; pero, a diferencia del día anterior, cuando se había tratado principalmente de familiares, en aquel momento estaban todos los que habían asistido al oficio fúnebre; a muchos de ellos, Melisa apenas los conocía.

Ana y la madre de Melisa se hicieron cargo de la tarea de alimentar al gentío. Paula, para evitar la muchedumbre, llevó a su hijo y a los niños que habían asistido al funeral al jardín de la parte de atrás. En su mayoría eran nietos y sobrinos y, al igual que Nico, no acababan de entender el significado de todo aquel barullo. Vestidos con sus trajes serios, no tardaron en empezar a jugar entre ellos, como si se tratara de una reunión familiar.

Paula no había podido evitar la necesidad de salir de entre aquellas paredes. Incluso para ella, el dolor que se respiraba allí dentro podía ser asfixiante. Tras darle un fuerte abrazo a Melisa y compartir unas palabras de condolencia, la había dejado en manos de su familia y la de Matias para que se hicieran cargo de cuidarla. Sabía que en una ocasión como aquélla, Melisa tendría todo el apoyo necesario: sus padres ya le habían dicho que tenían intención de quedarse toda la semana. La madre estaría allí para acompañarla y abrazarla cuando fuera menester, mientras que el padre se ocuparía de los trámites burocráticos necesarios.

Se levantó del asiento y caminó por el borde de la piscina con los brazos cruzados sobre el pecho. Ana, que la había observado a través de las ventanas de la cocina, salió al jardín y fue tras ella.

Paula la oyó acercarse y le sonrió débilmente.

La mujer le puso la mano en el hombro.

—¿Cómo lo llevas? —le preguntó.

—Eso debería preguntártelo yo. Tú conocías a Matías desde mucho antes.

—Lo sé, pero tienes todo el aspecto de necesitar un amigo en este momento.

Paula  dejó caer los brazos y miró hacia la casa. Todas las habitaciones rebosaban gente.

—Me encuentro bien. Sólo estaba pensando en Matías y en Melisa.

—¿Y en Pedro?

A pesar de que entre ellos dos todo había terminado, no se vió con ánimos para mentir.

—Sí. En él también.

Un par de horas más tarde, la gente empezó a marcharse. Los amigos menos íntimos y los que tenían que tomar algún vuelo para regresar a sus hogares fueron los primeros en desaparecer. Melisa estaba sentada con sus más allegados en el salón mientras que sus hijos, que se habían cambiado de ropa, jugaban frente a la casa. Pedro estaba en el despacho de Matías, solo, cuando Paula entró.

Pedro la vió y siguió contemplando las estanterías llenas de libros, de trofeos que los chicos habían ganado en las liguillas de fútbol y béisbol y de fotos familiares. En un rincón había un pequeño buró con la tapa de tablillas de madera bajada.

—Tus palabras en el funeral fueron preciosas —dijo Paula—. Me consta que a Melisa la emocionaron.

Pedro se limitó a hacer un gesto de asentimiento.

—Lo siento de verdad, Pedro—añadió Paula, pasándose la mano por el cabello—. Sólo quería que supieras que si necesitas alguien con quien hablar, ya sabes dónde encontrarme.

—No necesito a nadie —susurró él con voz temblorosa.

Dicho lo cual, salió del cuarto sin decir palabra.

Lo que ni Pedro ni Paula sabían era que Ana había presenciado la escena de principio a fin.

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