domingo, 31 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 30

En fin, lo que ahora tenía que hacer era romper las reservas de Pedro, pero para eso tenía que averiguar cuáles eran. No se lo había dicho a las claras. Sí le había dicho que la atracción existía entre ambos pero era la seguridad de que no iba a hacer nada lo que le alteraba los nervios.

Echó un vistazo a Pedro, que estaba encendiendo la chimenea con las últimas ramas. Lo veía claramente gracias a la lámpara que se balanceaba sobre su figura acuclillada, pero al momento se convertía en una figura borrosa en su mente. ¿Era así como quería vivir aquella experiencia, con sólo un recuerdo borroso de Pedro? ¿O prefería la versión a todo color?

La predicción era optimista. El viento había empezado a ceder. Aunque siempre comprobaba los informes meteorológicos, no siempre confiaba en ellos, especialmente por experiencias de amigos en Nueva Zelanda. Habían salido a hacer un trekking con la seguridad de que iba a hacer un tiempo excelente pero cuando las corrientes de aire provenientes del Antártico chocaron con los vientos húmedos del Pacífico, lo impredecible ocurrió. En quince minutos se vieron en el centro de una bomba atmosférica. En menos de una hora casi habían muerto de hipotermia.

De pronto, la punta de la bota de Paula lo hizo salir de sus ensoñaciones. Pedro sujetó el plato que sostenía sobre las rodillas y levantó la vista perdiendo toda posibilidad de lograr pasar el resto de la tarde sin pensar en ella.

—¿Qué?

—Se me ha ocurrido algo terrible.

—¿Te dejaste la plancha encendida antes de venir a Nepal?

—No, tonto. No hago cosas como ésa. Quería decirte que me ha gustado la cena.

Pedro miró los trozos que aún quedaban en su plato y el plato vacío de Paula.

—Dicen que a buen hambre no hay pan duro —dijo Pedro y continuó comiendo antes de que se enfriara.

—No había muchas pero como parece que vamos a salir de aquí mañana, he decidido permitirme una chocolatina —anunció Paula.

—Las mujeres y el chocolate. A todas las mujeres que conozco les gusta —dijo Pedro levantándose y tendiendo una mano para que Paula le diera su plato. Recoger los platos de la cena le daría una excusa para alejarse de ella.

Paula levantó la vista y ladeó la cabeza, los ojos muy abiertos, relucientes a la luz de la lámpara. Se humedeció los labios sin pintar, lo que los hizo aún más jugosos.

—¿Sabías que algunas pensamos que es mejor que el sexo?

Pedro  no sabía a qué juego estaba jugando pero decidió unirse. La miró detenidamente y Paula dejó que su mirada la acariciara de pies a cabeza.

—Entonces no te has acostado con los hombres adecuados —dijo él agachándose y metiendo los platos en el cazo con agua que había utilizado Paula para calentar la comida.

—¿Te apetece un trago de brandy con el chocolate? En algún sitio de la mochila tengo una petaca y ya que vas a pecar, hazlo bien —dijo él levantándose.

—Había pensado en hacerme un té… —se detuvo pero no desvió la mirada.

Había algo en su mirada que Pedro no se atrevía a asegurar. Tal vez más juegos. Cuando jugaba, lo hacía para ganar, pero tal vez hubiera llegado el momento de dejarse ganar.

—¿Qué tipo de brandy es? —preguntó ella.

—Bueno. Fernando me lo dió. Decía que era medicinal.

—Iré a por las tazas.

Cuando Pedro se dió  la vuelta con la cigarrera, Paula ya estaba allí con las tazas. Se metió en el bolsillo de los pantalones uno de los paquetes que había encontrado junto al brandy. Comenzó a verter el líquido en una de ellas. El sonido del licor lo llevó de vuelta a la noche en que se habían conocido. Cerró entonces la petaca. Ya no miraba las tazas, sólo recordaba las curvas del cuerpo de Paula la noche que se conocieron en la taberna.

—Esta es mía —dijo él tomando a ciegas la taza y bebiendo de un sorbo el contenido. Dejó caer la cigarrera entonces, tomó la taza de Paula y dejó caer también las tazas al suelo.

Paula se quedó con la boca abierta cuando oyó las tazas golpear el suelo. Pedro cubrió el paso que los separaba y la besó. La tomó en sus brazos y dejó de luchar contra la atracción que lo tenía totalmente frustrado. Estaba caliente como un animal en celo desde que se diera cuenta de las consecuencias que podía tener dejarse seducir por el encanto de la extraña que había llegado buscando su ayuda. De momento, dejaría que guardara sus secretos y se sentiría satisfecho con su cuerpo.

Cuando notó los brazos de Pedro alrededor, Paula supo que eso era lo que había estado necesitando. No había imaginado que pudiera ser tan fiero, tan excitante. Su boca, sus labios, su lengua sabían a brandy, que ella lamía con fruición hasta estar colmada de sensaciones y dispuesta a bajar la guardia.

Continuaron besándose. Ella no quería que terminase nunca. Rodeó con sus brazos la espalda de Pedro con ansia. Lo abrazó con fuerza y sintió la erección de Pedro presionando contra su estómago. ¿Qué importaba que sólo lo conociera desde hacía unos días? La amabilidad sincera que había visto en él le daba la seguridad de que, incluso en un momento como aquél, Pedro cuidaría de ella.

Muerta de deseo, levantó una pierna y le rodeó la cintura mientras le sacaba del pantalón las dos camisetas. Necesitaba sentir el contacto con su piel.

Por debajo de la ropa, deslizó las manos por la ancha espalda hasta que Pedro empezó a gemir de auténtico deleite. Paula suspiró al oírlo.

—Tienes una piel muy suave y cálida.


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