domingo, 17 de enero de 2016

Fuiste Mi salvación: Capítulo 82

—«Asias» —repitió sin quitar los ojos de la caja.

—A ver —dijo Pedro, sacando una navaja del bolsillo y poniéndose en cuclillas—, déjame que te ayude a abrirlo.

Cortó las tiras de papel adhesivo y retiró la tapa. Nico metió la mano y extrajo un par de ruedas de un coche para montar.

Paula se aclaró la garganta.

—Nico, ¿por qué no vas dentro con todo eso mientras mamá habla con Pedro un rato? — sugirió mientras abría la puerta.

El chico hizo lo que le habían dicho, colocó la caja sobre la mesita baja del salón y enseguida se sumergió en el juego.

Pedro  se había quedado donde estaba.

—Lo siento —dijo sinceramente—. Realmente no tengo excusa. Lo olvidé por completo. ¿Se lo tomó muy mal?

—¿Tú qué crees?

Parecía apesadumbrado.

—Quizá pueda compensárselo... Hay otro partido el sábado que viene.

—Me parece que no —contestó Paula en voz baja mientras indicaba las sillas del porche.

Pedro vaciló antes de sentarse, y ella se acomodó, pero sin mirarlo. Tenía la vista puesta en un par de ardillas que saltaban por el jardín llevando su cargamento de bellotas.

—La fastidié, ¿verdad? —preguntó Pedro.

Paula sonrió tristemente.

—Sí.

—Tienes todo el derecho del mundo a estar furiosa conmigo.

Ella se volvió y se encaró con él.

—Lo estaba, y mucho. Si hubieras aparecido por aquí ayer por la noche, te habría arreado un sartenazo.

Pedro esbozó una tímida sonrisa que enseguida se desvaneció: estaba claro que Paula aún no había terminado con él.

—Pero ya se ha acabado. Ahora estoy más resignada que cabreada.

Pedro la contempló, perplejo. Paula suspiró y siguió hablando en voz baja, tranquilamente.

—Mira, Pedro. Durante estos últimos cuatro años, he tenido mi vida con Nico. No ha sido siempre fácil, pero ha sido previsible, y eso tiene algo bueno: hace que sepa cómo será el día de hoy y el de mañana, y también el de pasado mañana. Es algo que me produce una cierta sensación de estabilidad y control. Nico necesita que se la proporcione, y yo necesito hacerlo por él porque es la única cosa que tengo en el mundo. Entonces, vas y apareces tú. —Sonrió, pero sin poder ocultar la tristeza que la embargaba. Pedro siguió callado—. Fuiste tan bueno con Nico... ¿Sabes? Ya desde el principio lo trataste de manera distinta al resto de la gente y eso, para mí, supuso toda la diferencia. Pero es que, además, también fuiste fantástico conmigo.

Hizo una pausa con la vista perdida, mientras jugueteaba con el reposabrazos de la mecedora.

Luego continuó.

—Cuando nos conocimos no estaba interesada en salir con nadie. No tenía ni tiempo ni ganas. Ni siquiera después del festival y del día en las atracciones estaba segura de estar preparada; pero seguías siendo tan estupendo con Nico que... Hacías con él cosas que nadie se había molestado en intentar, y eso me llegó a lo más hondo y, poco a poco, me fui enamorando de tí.

Pedro cruzó las manos en el regazo y clavó la vista en el suelo.

—No sé... —prosiguió Paula—. Supongo que crecí creyendo en los cuentos de hadas, y puede que eso haya tenido la culpa. —Se recostó y lo miró de soslayo—. ¿Te acuerdas de la noche en que nos conocimos, cuando nos rescataste a mi hijo y a mí?... Luego me llevaste las bolsas de la compra y le enseñaste a Nico a lanzar la pelota. Fue como si te convirtieras en el príncipe azul de mis cuentos de la infancia, y cuanto más te fui conociendo, más me convencí de que lo eras... Una parte de mí todavía lo cree. Tienes todo lo que me gusta en un hombre, pero por mucho que me gustes, no creo que estés preparado para mi hijo o para mí.

Pedro  se pasó la mano por la cara con expresión sombría.

—Mira, no estoy ciega; sé lo que ha estado ocurriendo estas últimas semanas. Te estás separando, te estás alejando de nosotros por mucho que lo niegues o intentes justificarlo. Salta a la vista, Pedro. Lo que no entiendo es el porqué.

—El trabajo. He estado ocupado con el trabajo —replicó él sin mucha convicción.

—Escucha. Puede que eso sea cierto, pero no es toda la verdad. —Paula respiró profundamente e intentó que la voz no se le quebrara con lo que iba a decir a continuación—. Sé que hay algo que estás ocultando, y si no puedes o no quieres hablar de ello, no hay mucho que yo pueda hacer; pero, sea lo que sea, está haciendo que te apartes de nosotros.

Hizo una pausa, y sus ojos se humedecieron.

—Ayer me hiciste daño, y lo malo es que también se lo hiciste a Nico. Te esperó, Pedro; durante dos horas te estuvo esperando, saltando de alegría cada vez que oía que un coche se acercaba porque creía que se trataba de ti. Pero tú no apareciste, y al final hasta él se dio cuenta de que algo había cambiado. No dijo una palabra durante el resto del día, ni una.

Pedro, pálido y tembloroso, parecía incapaz de articular palabra. Paula contempló el horizonte mientras una lágrima solitaria se deslizaba por su mejilla.

—Tengo mucho aguante. Dios sabe lo que he soportado, la manera como has jugado conmigo, atrayéndome y rechazándome, atrayéndome y rechazándome... Pero ya no soy una niña: soy lo bastante mayor para decidir qué riesgos quiero asumir. Pero si existe una sola posibilidad de que Nico sufra...

Dejó la frase inacabada mientras se pasaba la mano por la mejilla. Luego continuó.

—Eres una persona maravillosa, Pedro, y tienes mucho que ofrecer... Espero que algún día encuentres a la persona que pueda hallar algún sentido al dolor que llevas dentro. Te lo mereces. En el fondo de mi corazón sé que no tenías intención de herir a mi hijo; pero no estoy dispuesta a permitir que vuelva a suceder, especialmente si tú ni siquiera estás seguro de qué futuro quieres compartir conmigo.

—Lo siento —dijo él con voz espesa.

—Y yo también.

—No quiero perderte —murmuró él tomándole la mano. Su voz era casi un susurro.

Viendo su aspecto contrito, Paula le dió un leve apretón y la retiró a su pesar. Notó que estaba a punto de llorar de nuevo y luchó por dominarse.

—Pero tampoco estás dispuesto a conservarme, ¿verdad?

Aquélla era una pregunta para la que Pedro no tenía respuesta.

Cuando él se hubo marchado, Paula se paseó como un zombi por la casa y consiguió mantener la compostura por muy poco. Ya había llorado y se había desahogado durante la noche anterior porque sabía lo que iba a suceder. Había sido fuerte y, allí, sentada en el sofá de la sala, se repitió a sí misma que había hecho lo correcto: no podía permitir que le hicieran daño a Nico otra vez.

Tampoco pensaba llorar.

¡Maldita sea! ¡No más!

Sin embargo, cuando vió a su hijo jugando con el Lego y se dió cuenta de que Pedro no aparecería nunca más entre aquellas paredes, sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

—No voy a llorar —dijo en voz alta, dejando que el poder de las palabras actuara como un hipnótico—. No voy a llorar.

Dicho eso, se derrumbó y pasó las siguientes dos horas sollozando.



—Así que seguiste adelante y le pusiste el punto final, ¿eh? —dijo Matías sin disimular su disgusto.

Estaban sentados en un bar, un local diminuto que abría a la hora del desayuno para media docena de parroquianos. Sin embargo, en aquel momento era de noche. Pedro lo había llamado a las ocho y Matías no había aparecido hasta una hora más tarde. Durante aquel rato, Pedro había bebido solo.

—No fui yo —contestó a la defensiva—. Fue ella la que lo dió por acabado. Esta vez no puedes cargarlo en mi cuenta.

—¡Ah! Entonces me imagino que fue como caído del cielo, ¿no? Y que tú no has tenido nada que ver.

—Se ha terminado, Matías. ¿Qué quieres que te diga?

El otro meneó la cabeza.

—¿Sabes, Pedro? Lo tuyo es grave. Estás aquí sentado pensando que lo tienes todo dominado pero no entiendes ni jota.

—Gracias por tu apoyo, Matías.

—¡No me vengas con esa basura! —exclamó, lanzándole una mirada furiosa—. No necesitas mi apoyo. ¡Lo que necesitas es alguien que te diga dónde la has cagado y te ponga manos a la obra para que lo remedies!

—Tú no lo entiendes...

—¡Y un carajo no lo entiendo! —contestó Matías  dejando de golpe su copa sobre la mesa—. ¿Quién te has creído que eres? ¿Crees que no lo sé? ¡Diablos, Pedro, te conozco mejor de lo que tú te conoces a ti mismo! ¿De verdad piensas que eres el único tío en el mundo con un pasado de porquería a su espalda? ¿Que eres el único que intenta cambiarlo? Pues tengo noticias para ti: todos tenemos basura en el trastero, todos tenemos historias que ojalá pudiéramos borrar. ¡La diferencia radica en que los demás no nos dedicamos a jodernos la vida y el presente por culpa de eso!

—Yo no he jodido nada —replicó Pedro, enfadado—. ¿No has escuchado lo que te he dicho? Ha sido ella, ella, la que se lo ha cargado. No yo. Esta vez no.

—Te diré algo, Pedro. Puedes irte a la tumba con esa idea, si quieres. Pero tú y yo sabemos que eso es sólo media verdad; así que vuelve y arréglalo. Esa chica es lo mejor que te ha ocurrido en mucho tiempo.

—Oye, no te he pedido que vinieras para que soltaras tus famosos consejos.

—¿Ah, no? Pues es el mejor que te he dado. Escucha y por una vez hazme caso: tu padre habría querido que lo arreglases.

Pedro le lanzó una mirada furtiva, repentinamente en guardia.

—No metas a mi padre en esto. Será mejor que no lo hagas.

—¿Por qué no, Pedro? ¿De qué tienes miedo? ¿Temes que su fantasma pueda aparecerse aquí y tirarnos las cervezas para amedrentarnos?

—¡Ya basta! —gruñó Pedro.

—No olvides que yo también conocí a tu padre. Yo también sé lo buen tío que era: un tío que quería a su familia, a su mujer y a su hijo; un tío que se sentiría decepcionado por lo que estás haciendo. Eso te lo garantizo.

Pedro palideció y agarró el vaso con todas sus fuerzas.

—¡No me jodas, Matías!

—No, Pedro, te has jodido tú sólito. Has jodido tu vida. Yo no haría más que sumarme al desastre.

—¡No necesito esta  basura! —le espetó Pedro levantándose de la mesa y echando a andar hacia la puerta—. Ni siquiera sabes quién soy.

Matías alejó la mesa de sí, derramando las cervezas, y varias cabezas se volvieron para mirarlos. El barman interrumpió su conversación y vió que Matías iba tras Pedro, lo agarraba de la camisa y lo obligaba a dar media vuelta.

—¿Que no sé quién eres? ¡Como si te conozco! Eres un maldito cobarde. ¡Eso es lo que eres! Tienes miedo de vivir porque crees que eso significa arrojar la cruz con la que has estado cargando toda la vida. Pero esta vez te has pasado. ¿Crees que eres el único tío con sentimientos? ¿Crees que dejando plantada a Paula todo va a volver a la normalidad? ¿Crees que así serás más feliz? No, pedro. No lo serás porque no estás dispuesto a permitírtelo. Y en esta ocasión no le estás haciendo daño a una sola persona, ¿no lo has pensado? No se trata sólo de Paula, también estás lastimando al chico. ¡Dios todopoderoso! ¿Es que acaso no te importa? ¿Qué demonios supones que diría tu padre, ¿eh? «Bien hecho, hijo. Estoy orgulloso de tí.» Ni lo pienses. A tu padre le daría náuseas, igual que a mí en este momento.

Pedro, lívido de furia, agarró a Matías y lo estrelló contra la máquina de discos.

Dos clientes se apresuraron a bajar de sus taburetes para alejarse de la pelea mientras el barman salía de detrás de la barra con un bate de béisbol en la mano y se acercaba a los contendientes.

Pedro levantó el puño.

—¿Qué vas a hacer, pegarme? —le retó Matías.

—¡Basta ya! —gritó el barman—. ¡Lleven sus peleas a la calle!

—¡Vamos, adelante! —continuó Matías—. ¡La verdad es que me importa un carajo!

Pedro se mordió el labio con tanta fuerza que se hizo sangre mientras se preparaba para golpear con el puño temblándole de rabia.

—Yo siempre podré perdonarte, Pedro —dijo Matías con repentina calma—. Pero también tienes que perdonarte tú.

Pedro vaciló, luchando consigo mismo. Finalmente, soltó a su amigo y dió media vuelta mientras las miradas lo seguían. El barman fue tras él, bate en mano, para asegurarse de sus intenciones.

Pedro salió por la puerta tragándose una ristra de maldiciones.

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