miércoles, 20 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 93

Sin embargo, en lugar de contestar, el chico se le acercó con los brazos abiertos y la abrazó, estrechándola con tanta fuerza que casi se amoldaba a la forma del cuerpo de su madre.

—¿Qué ocurre, cariño? ¿Algo va mal? —preguntó Paula, repentinamente preocupada.

Pero Nico no contestó. Cerró los ojos y se apretó aún más contra su madre. Instintivamente, ella lo rodeó con los brazos.

—«Asias, ama, asias» —dijo el niño.

«¿Por qué?», se extrañó Paula.

—Cariño, ¿qué pasa? —volvió a preguntar.

—«Asias, ama, asias» —repitió Nico unas cuantas veces más, sin hacer caso de la pregunta.

A Pedro se le borró la sonrisa de la cara.
—Cariño, dime... —insistió Paula, que empezaba a sentir cierta inquietud ante aquel comportamiento.

Nico, perdido en su propio universo, siguió abrazándola. Paula lanzó a Pedro una mirada de reproche del tipo «mira lo que has hecho», pero el niño volvió a hablar en el mismo tono agradecido.

—«Te quero, ama.»

Paula  tardó unos segundos en comprender las palabras de su hijo. Luego, se le puso la carne de gallina.
«¡Ha dicho "Te quiero, mamá"!», pensó.
Cerró los ojos a causa de la impresión, y Nico, como si se hubiera percatado de la incredulidad de su madre, la estrechó aún con más fuerza.

—«Te quero, ama» —repitió.

«¡Oh, Dios mío...!»

Unas inesperadas lágrimas acudieron a los ojos de Paula. Durante cinco años había esperado y deseado escuchar aquellas mismas palabras. Durante cinco largos años se había visto privada de lo que la mayoría de los padres dan por hecho: de una simple y llana declaración de amor.

—Yo también te quiero, cariño. Te quiero mucho.

Entregada por completo a la emoción de aquel momento, estrechó a su hijo tanto como él la estrechaba a ella.

«Nunca olvidaré esto», se dijo mientras grababa en su memoria el contacto del cuerpo de Nico, su olor de niño pequeño y sus titubeantes palabras.

Viéndolos juntos, Pedro se quedó donde estaba, tan hipnotizado por la situación como la propia Paula. También Nico pareció darse cuenta de que había hecho algo bueno porque, cuando su madre deshizo finalmente el abrazo, se volvió hacia Pedro y le sonrió. Paula se puso a reír; luego, se volvió hacia Pedro con las mejillas arreboladas y una expresión de desconcierto pintada en el rostro.

—¿Tú le has enseñado a decir eso?

Pedro negó con la cabeza.

—No he sido yo. Sólo hemos estado jugando.

Nico  contempló de nuevo a su madre con aire contento.

—«Asias, ama» —dijo simplemente—. «Pepe ta casa.»

«Pepe está en casa.»

Al escuchar aquello, Paula se secó las lágrimas con el dorso de una temblorosa mano y durante unos instantes permaneció callada. Ninguno de los dos sabía qué decir. A pesar de lo impresionada que la veía, a Pedro le pareció absolutamente maravillosa y más bella que nunca.

Bajó la mirada y recogió una ramita del suelo, haciéndola girar entre los dedos. Luego, miró brevemente a Paula y a Nico, jugueteó con la brizna y por fin clavó los ojos en los de ella, con determinación. Cuando habló, tenía un ligero temblor en la voz.

—Espero que tenga razón, porque yo también te quiero.

Era la primera vez en su vida que Pedro hacía semejante declaración, ya fuera a Paula o a cualquier otro. Aunque había imaginado que le costaría un gran esfuerzo pronunciarla, no fue así. Nunca había estado tan seguro de nada como de aquello.

Paula  casi pudo palpar la emoción que lo embargaba cuando él la cogió de la mano. Como en un sueño, ella le correspondió y le permitió que la atrajera a su lado. Pedro inclinó ligeramente la cabeza. Antes de que Paula se diera cuenta de lo que le sucedía percibió el contacto de los labios de él y el calor de su cuerpo. La ternura de aquel beso pareció prolongarse infinitamente. Luego, Pedro hundió el rostro en el hombro de ella.
—Te quiero, Paula —murmuró—. Te quiero tanto... Haría cualquier cosa a cambio de una nueva oportunidad. Si me la concedes, te prometo que nunca te abandonaré.

Paula  cerró los ojos y dejó que él la abrazara. Finalmente, se separó a regañadientes y le dió la espalda. Durante unos segundos, Pedro no supo qué pensar; apretó levemente su mano y la escuchó suspirar. Ella siguió callada.

Por encima de sus cabezas, el sol del otoño empezaba a descender. Espesas nubes, blancas y grises, se deslizaban silenciosamente, impulsadas por el viento. En el horizonte se dibujaba el principio de una tormenta. No tardaría en llover con fuerza; pero para entonces ya estarían en la cocina, escuchando el repiqueteo de las gotas sobre el tejado de zinc mientras el humo del guiso en los platos ascendía enroscándose hacia el techo.

Paula suspiró de nuevo y se volvió hacia Pedro. Él la quería. Era tan sencillo como eso. Y ella también lo amaba. Se echó en sus brazos sabiendo que la tormenta que se avecinaba no tenía nada que ver con ellos.

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