lunes, 25 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 17

Al volverse hacia Paula la sorprendió en medio de una involuntaria sacudida de hombros.

—¿No es poco higiénico?

—¿No te aconsejé que disfrutaras de la ducha en el último albergue? ¿Que sería la última en un tiempo?

—Sí, pero…

—¿Qué pensabas? ¿Que podrías lavarte en un riachuelo de la montaña? Hace un frío que pela ahí arriba. Tienes que mantener el calor, mantener un flujo continuo de sangre. He visto los destrozos provocados por la congelación y no se lo desearía ni a mi peor enemigo. Si una dama como Atlanta pudo hacerlo, tú también —dijo él. Metió la mano en un bolsillo de la mochila y sacó un paquete que le tiró a Paula—. Toma, lo necesitarás. Yo he traído de más.

—¿Toallitas húmedas?

—Son lo más cercano a una ducha que tendrás en los próximos días. Ùsalas con moderación.

Paula las dejó sobre la cama y comenzó a estirar el saco.

—Supongo que mi inexperiencia salta a la vista pero la superaré. Aprendo con rapidez —dijo inclinándose sobre el saco, del que empezó a sacar algunas cosas. Pero en cuanto Pedro volvió a lo que estaba haciendo, habría jurado que la escuchó murmurar—: Tengo que hacerlo.

Quería saber qué era lo que le estaba ocultando. Algo importante tenía que ocultarse detrás de su férrea determinación, algo más que el deseo de dar a su hermana una sepultura decente.

Paula  le había dicho que confiaba en él. Se preguntó qué podría estar ocultándole que mereciera la pena más que sobrevivir al Everest.

Tras unos largos minutos en los que sólo se oía el ruido de las pesadas botas de montaña que caían al suelo y el susurro de las chaquetas y los pantalones que se quitaban y sacudían, la habitación quedó en la más absoluta oscuridad.

—Hora de encender alguna luz —dijo Pedro—. Esta lámpara de queroseno ilumina bien pero no podemos gastar todo el combustible. Como todo lo que se transporta hasta aquí, se convierte en un bien preciado. Sugiero que cuando terminemos de cenar, nos metamos en el saco. Si quieres leer o levantarte por la noche, utiliza el frontal. Será mejor que lo dejes a mano.

—¿Has dicho comida? Me comería cualquier cosa que se me pusieran delante.

—Gracias por el aviso. Me mantendré alejado.

—No creo que necesite leer esta noche para dormir después de la caminata — dijo tapándose la boca mientras bostezaba—. Ha sido la más larga de mi vida.

Pedro la miró.
—No es la distancia. Es el hecho de tener que subir terreno empinado y bajar. Se te cargan las rodillas. En cuanto ponga la cabeza en la almohada, o más bien en la chaqueta doblada, me quedaré como un tronco.

Pero Paula no durmió. Pasó una hora haciendo nudos decidida a no fallar cuando llegaran a la pared de hielo y empezara lo difícil.

Pensó en el terreno que habían recorrido. Se habían cruzado con muchos porteadores que regresaban a Namche Bazaar o a Tengboche en busca de provisiones pero, fuera del camino, donde los árboles no crecían, la montaña era la reina.

Aun así, la cultura de aquel lugar era fascinante. Miraras donde miraras, había un monasterio donde el rumor de los cánticos y las oraciones era tan habitual como el sonido de la radio y el claxon de los coches en París.

Una parte de ella, la que deseaba evitar el enfrentamiento, casi deseaba poder quedarse en Nepal, donde la vida parecía tan sencilla, pero era un punto de vista demasiado idealista. Incluso en Nepal habría problemas. En Namche Bazaar y en Tengboche había que pasar puestos de control porque los rebeldes maoístas formaban pequeños disturbios en la zona.

Había oído que el turismo había disminuido un veinte por ciento. Había gente dispuesta a sacrificarlo todo, incluso la vida, por lo que creían; pero casi siempre conducía al terrorismo. Esa era la razón por la que había terminado siendo traductora en la embajada. Juan Hernández había concebido la idea después de que su mujer muriera en el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York. Como antiguo miembro de inteligencia naval, no había tenido problemas para encontrar los contactos adecuados.

Paula se dió la vuelta. Ella también podía incluirse en la lista de aquéllos dispuestos a sacrificarse. Alimentos Chaves no podía compararse con un país entero, pero contaba con miles de empleados. El suspiro que dejó escapar quedó suspendido en el aire. ¿Qué ocurriría si no conseguía la llave? ¿Estaba haciendo todo aquello por nada? ¿Si se lo hubiera dicho a su jefe, habría podido el CISI abrir la caja fuerte? La llave del banco no podía abrir la caja.

Era demasiado tarde para preocuparse por lo que hubiera podido pasar. Sin la llave no podía encontrar la prueba que necesitaba.

—¿Qué ocurre? ¿No puedes dormir? —la voz de Pedro llegó hasta ella en la oscuridad como si sus pensamientos lo hubieran despertado.

—Quiero dormir pero no puedo. Mi cerebro está demasiado ocupado —dijo ella consciente del tono sensual que había empleado, aunque estaba frustrada por no conciliar el sueño.

—¿Quieres que te cuente un cuento? —bromeó él.

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