lunes, 18 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 88

La vida, al menos tal como la había conocido, se le había acabado, y no tenía ni idea de lo que le aguardaba a continuación. Por mucho que pretendiera rebatir las palabras de Melisa, se sentía incapaz de hacerlo, aunque tampoco creía en ellas por completo. ¿O sí?

Aquellos pensamientos lo confundían. Siempre había intentado enfocar los asuntos de su vida con claridad y no era amigo de ambigüedades y significados ocultos. Nunca había buscado motivaciones poco claras porque nunca había creído que pudieran tener importancia.

La muerte de su padre fue algo concreto, un hecho horrible pero real. Durante mucho tiempo no había podido entender el porqué de su muerte y le había preguntado a Dios acerca de lo que le había tocado vivir, intentando hallarle un sentido. No obstante, al cabo de un tiempo lo había dejado correr: por mucho que hablara de lo ocurrido o lo comprendiera, incluso aunque al final diera con las respuestas, nada cambiaría, nada le devolvería a su padre. Pero en aquel momento de confusión, las palabras de Melisa lo estaban obligando a dudar de todo lo que alguna vez había creído que era simple y claro.

¿Toda su vida estaba marcada por la muerte de su padre? ¿Tenían razón Paula y Melisa?

Lo meditó y llegó a la conclusión de que no. Se equivocaban. Nadie, excepto su madre, sabía la verdad acerca de lo que había ocurrido la noche que su padre había muerto.

Condujo como un autómata, sin apenas fijarse adonde se dirigía. Girando a derecha e izquierda, frenando en los cruces y deteniéndose cuando era necesario, hizo lo que debía sin prestar atención mientras su mente iba repasando los acontecimientos al ritmo del cambio de marchas.

Las últimas palabras de Melisa lo intrigaban.

«Creo que ya lo sabes.»

«Saber, ¿qué?», le habría gustado preguntar. «En estos momentos no sé nada de nada —se dijo—. No sé de qué me hablas. Sólo quiero ayudar a los chicos, como cuando yo era pequeño. Sé lo que necesitan y puedo ayudarlos. También te puedo ayudar a tí, Melisa. Lo tengo todo pensado.»

«¿Pretendes rescatarme a mí también?»

«No —pensó—. Sólo quiero ayudar.»

«Es lo mismo.»

«¿Lo es?», se preguntó.

Pedro  se negó a seguir pensando hasta llegar a alguna conclusión. Entonces se dio cuenta de que estaba conduciendo y vio adonde había llegado; detuvo la camioneta, se apeó y empezó a caminar hacia su destino.

Ana lo estaba esperando al pie de la tumba de su padre.

—¿Qué haces aquí, mamá? —preguntó.

Ella no se dió la vuelta cuando escuchó la voz de su hijo, sino que se arrodilló ante la lápida y arregló las plantas que crecían alrededor, igual que solía hacer Pedro cuando visitaba la tumba.

—Melisa me llamó y me avisó de que ibas a venir —respondió Ana en voz baja al oír a su hijo que se acercaba—. También me dijo que sería mejor que yo me pasara.

Por el tono de voz, él se dio cuenta de que ella había estado llorando y se acuclilló a su lado.

—¿Ocurre algo malo, mamá? —preguntó.

Ana tenía el rostro arrebolado. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y una brizna de hierba se le quedó pegada a la mejilla.

—Lo siento —empezó a decir—. No he sido una buena madre.

La voz se le quebró en la garganta. Pedro se quedó estupefacto. Con delicadeza, le quitó la brizna de la cara y la obligó a que lo mirara.

—Has sido una madre maravillosa —dijo él con firmeza.

—No —repuso ella—. Si lo hubiera sido, tú no habrías venido aquí tan a menudo.

—Mamá, ¿de qué estás hablando?

—Ya lo sabes —respondió suspirando profundamente antes de proseguir—. Cuando has pasado por un mal momento en la vida, nunca has acudido a mí o a tus amigos. Siempre has venido aquí. No importa cuál fuera la dificultad o el problema, siempre llegabas a la conclusión de que estabas mejor solo, igual que lo estás ahora.

Miró a su hijo casi como si contemplara a un desconocido y continuó hablando.

—¿No puedes ver cómo me hiere eso? No puedo evitar pensar en lo triste que ha debido de ser tu vida sin gente, gente que te habría podido apoyar o simplemente escucharte cuando lo hubieras necesitado. Y todo ha sido por mi culpa.

—No...

Ana no lo dejó continuar ni hizo caso de sus protestas. Con la mirada puesta en el horizonte, parecía perdida en un pasado distante.

—Cuando tu padre murió, me encontré tan perdida en mi propia tristeza que no me dí cuenta de lo duro que te estaba resultando. Intenté convertirme en todo para tí;  pero, de aquel modo, me quedé sin tiempo para mí y no te enseñé lo maravilloso que es querer a alguien y ser correspondido.

—Claro que lo hiciste, mamá.

Ella lo contempló con profunda pena.

—Entonces, ¿por qué estás tan solo?

—Escucha. No tienes que preocuparte por mí, ¿de acuerdo? —murmuró casi para sí mismo.

—Claro que me preocupo —replicó débilmente Ana—. Por algo soy tu madre.

Se sentó en la hierba; Pedro la imitó y le agarró la mano. Ella le correspondió y los dos se quedaron en silencio, rodeados por los árboles que mecía la brisa.

—Tu padre y yo tuvimos una relación maravillosa —dijo Ana por fin, con voz queda.

—Lo sé...

—No. Déjame acabar, ¿quieres? Quizá no haya sido la madre que necesitabas entonces, pero permíteme que intente serlo ahora. —Le dio un apretón en la mano—. Tu padre me hizo muy feliz, Pedro. Fue la mejor persona que he conocido... Me acuerdo de la primera vez que se dirigió a mí. Yo volvía del colegio, iba camino de casa y me había parado para comprar un helado. Él entró en la tienda justo detrás de mí. Yo ya lo conocía, naturalmente; por aquella época, Edenton era aún más pequeño que ahora. Yo estaba en tercer grado. Al salir de la tienda tropecé con alguien y se me cayó el helado. Había gastado mi última moneda y me dio tanta rabia que tu padre me compró otro. Creo que me enamoré de él en aquel instante. Fuera como fuese, el caso es que ya no nos separamos. Empezamos a salir en serio en el instituto y luego nos casamos. No me arrepentí ni una sola vez de haberlo hecho.

Ana se detuvo. Pedro le soltó la mano y la rodeó con el brazo.

—Ya... ya sé que querías a papá —dijo trabajosamente.

—No voy por ahí. Me refiero a que, incluso ahora, no me arrepiento.

Él la miró sin comprender, y Ana le devolvió la mirada con ojos repentinamente fieros.

—Quiero decir que me habría casado igualmente aunque hubiera sabido que iba a morir tan pronto. Aunque me hubieran dicho que sólo íbamos a estar juntos once años, no habría cambiado ese tiempo por nada. ¿Puedes entenderlo? Claro que habría sido maravilloso poder envejecer juntos, pero eso no hace que me arrepienta de la vida que compartimos. Amar a alguien y ser correspondido es lo más estupendo del mundo. Es lo que me dio fuerzas para seguir adelante. Sin embargo, tú no pareces querer darte cuenta. Incluso cuando el amor aparece en tu vida escoges alejarte de él. Pedro, tú estás solo porque quieres.

Él se frotó las manos. Volvía a sentirse aturdido.

—Ya sé que te sientes responsable por la muerte de tu padre —prosiguió Ana con voz cansada—. Durante toda mi vida he procurado que entendieras que estás equivocado, que no se trató más que de un horrible accidente. Tú eras sólo un niño y no podías prever lo que iba a suceder, no más de lo que yo misma habría podido. No obstante, no importaba cómo te lo explicara, tú seguías creyendo que había sido por tu culpa. Por eso te has aislado del resto del mundo. No sé, quizá crees que no mereces ser feliz; quizá tienes miedo de que si te permites amar a alguien estarás admitiendo que no fuiste responsable del accidente; quizá estás asustado por la posibilidad de que te ocurra lo mismo y dejes una familia destrozada tras de tí... Mira, no conozco la razón; pero, en cualquier caso, estás equivocado. No se me ocurre otra manera de decírtelo.

Pedro no contestó, y Ana dejó escapar un suspiro cuando se dió cuenta de que él no tenía intención de hacerlo.

—Este verano —añadió ella—, cuando te ví con Nico, ¿sabes qué pensé? Pensé en lo mucho que te parecías a tu padre. Él siempre tuvo buena mano con los niños, igual que tú. Me acuerdo perfectamente de cómo lo seguías a todas partes. Sólo ver cómo lo mirabas ya me hacía sonreír: era una expresión de admiración y respeto. Me había olvidado de ella hasta que ví a Nico cuando estaban juntos. Él te miraba exactamente de la misma manera. Estoy segura de que lo echas de menos.

Pedro asintió a regañadientes.

—¿Lo echas de menos porque a él le dabas lo que siempre creíste que de niño te faltó o porque te cae bien? —preguntó Ana.

Él lo meditó antes de contestar.

—Me cae muy bien. Es un chico estupendo.

Ella lo miró a los ojos.

—¿Y también echas de menos a Paula?

«Sí. También», se dijo Pedro mientras se agitaba, incómodo.

—Esa historia está acabada, mamá —repuso.

—¿Estás seguro? —preguntó ella, dubitativa.

Pedro asintió, y su madre se apoyó en él, descansando la cabeza en su hombro.

3 comentarios:

  1. Qué manera de sufrir y llorar con estos caps. Muy buenos

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  2. CUANTO DOLOR! Pasé a querer ahorcarlo por actos tan estúpidos a querer abrazarlo! Muy buenos capítulos! (Ah! en el cementerio estaba cada vez que desaparecía!)Muy triste lo de Matías también! no me la esperaba!

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  3. por fin pude ponerme al día con esta historia maravillosa. con las vacaciones me perdí varios capitulos

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