miércoles, 27 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 19

Aquello no estaba bien. Lo que tenía que hacer era concentrarse en aprender todo lo que pudiera de aquel hombre.

«Maldito Pedro Alfonso. ¿Por qué tenías que ser tan encantador?».

Pero Pedro había comenzado a andar de nuevo.

—¿Qué tal te quedan las gafas de nieve? Espero que no te queden demasiado grandes. ¿Te has acordado de meter otro par en la mochila?

Menos mal. Cualquier idea relacionada con el sexo se iba a la porra cada vez que la trataba como si fuera una niña.

—Las gafas son estupendas —cómodas y firmes, ninguna molestia—, y sí, he metido otro par en la mochila. No soy una niña, Pedro. No tienes que estar vigilándome todo el tiempo.

—Si fueras una niña, las cosas serían más fáciles.

—¿Qué se supone que quieres decir con eso? Las cosas serían más fáciles —dijo imitando su tono serio.

—Ya está bien, Paula. Si quieres, puedes seguir evitándolo, pero la atracción entre nosotros no es ningún secreto. La atracción que todo el mundo conoce pero nadie quiere ser el primero en decirlo en voz alta. De acuerdo, lo haré yo. Me siento atraído hacia tí.

¿Secretos? Y él no tenía ni idea de cuántos. La carrera de Paula dependía de ello. Había jurado no revelar el contenido de los documentos que traducía o lo que escuchaba en las oficinas del CISI. Eso significaba que no podía permitirse ser tan sincera sobre su vida como Pedro.

Y no podía permitirse una distracción por causa de sus hormonas que hicieran disminuir sus probabilidades de éxito en aquella aventura. Su inexperiencia dejaba toda probabilidad en manos de Pedro. El instinto animal tendría que esperar.

La expresión de acero que se había aposentado en el rostro de Pedro no era nada prometedora. Mostraba un escudo de dureza en su corazón que no estaba dispuesto a dejar que nadie quebrara.

—Bueno, ya no hay secreto. Pero…

—Pues tendrás que guardar el secreto en tus pantalones, Alfonso. No tengo intención de matarme en este frío territorio por ningún hombre —lo interrumpió optando por la posición de ataque como mejor táctica de defensa, lo que arrancó una sonora carcajada de labios de Pedro.

—Vaya, veo que la dama sabe jugar sucio. Estoy sorprendido, realmente fascinado. Sólo quería que te dieras cuenta de que no voy a abalanzarme sobre ti como una bestia.

Típico de los hombres. Decir que están atraídos por una pero no lo suficiente como para hacer algo al respecto.

Pasaron otros veinte minutos antes de que volvieran a hablar.

—Ha llegado el momento de que me demuestres lo que sabes hacer.

Se enfrentaban con hielo sólido. No había nadie más que ellos, pero el sonido de los bloques de hielo acoplándose era continuo.

—¿Qué? ¿No me harás una demostración primero?

—¿Quieres que lo haga? Acércate.

Paula se puso a su lado mientras él sacaba el piolet que llevaba colgado de la cintura. Habían usado el largo mango como bastón para ayudarse cuando atravesaron el valle rocoso al pie del glaciar y había servido de gran ayuda para guardar el equilibrio a pesar de llevar puestos los crampones en las botas.

—Bien. Como ves, el terreno se va haciendo más escarpado. Los crampones no bastarán para afianzarse. En condiciones normales, como jefe de un equipo, marcaría escalones para que los siguieras. ¿Pero qué ocurrirá si estás sola?

Una ola de frío le subió desde los pies hasta el mismo corazón. Pánico tal vez.

—Pero no me vas a dejar sola en el monte Everest, ¿verdad?

—Nunca digas nunca. Nunca creí que fuera a bajar de la montaña solo dejando atrás a Fernando y a Delfina. Sólo quiero asegurarme.

Paula era una mujer segura de sí misma pero en aquel momento sintió cómo la seguridad la abandonaba de golpe. No importaba que un accidente la hubiera llevado a aquella situación. Que algo pudiera pasarle a ella o al propio Pedro era una posibilidad que no se le había pasado por la cabeza.

Pedro levantó el piolet y lo clavó en el hielo varias veces hasta formar una especie de escalón lo suficientemente grande para que cupiera su pie. Y lo apoyó en él.

—¿Ves? No apoyo simplemente los crampones de la base de la bota sino que clavo primero la punta con fuerza y luego apoyo la base de la bota —dijo bajando a continuación hasta ella—. Ahora, inténtalo tú.

Paula  se miró el pie y dobló la rodilla. Tenía un pie grande, un número cuarenta y uno, pero ahora sabía que eso sólo era un problema a la hora de comprar zapatos. En ese momento, llevaba gruesas botas de montaña y sobre ellas, unas polainas de fibra sintética para aislarlas de la humedad. Pedro  había insistido en que se acostumbrara a llevar el equipo entero y sentía los dedos calientes, pero él le había asegurado que cuando subieran más, a veces no bastaban tres pares de calcetines.

Clavó la punta con decisión.

—Bien —dijo Pedro sujetándola por la corva y ejerciendo un poco de presión para que se pegara más a la pared. Parecía indiferente al tacto—. Ahora, haz el siguiente escalón. No lo hagas demasiado lejos porque si no te será difícil llegar. Podrías perder el equilibrio.

Paula clavó los crampones en el hielo mientras levantaba el piolet y lo clavaba como había hecho Pedro, aunque ella tardó más tiempo en hacer el escalón.

Empezó a sentir el sudor en la espalda y la madeja de cuerda que llevaba colgada de la cintura le golpeaba la cadera a cada paso.

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