lunes, 4 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 48

El coche seguía balanceándose.

—Puede que no os aguante a los dos —dijo José, rápidamente.

Como jefe, era el único empleado a tiempo completo del Cuerpo de bomberos y el responsable de conducir uno de los camiones. En situaciones de crisis solía ejercer una influencia tranquilizadora.

Era evidente que tenía cierta razón, porque, a causa del ángulo de los restos y la estrechez del puente, la escalera y el gancho no podrían extenderse en la posición más adecuada. El camión que la llevaba sólo podía estacionar en un lado, y eso lo forzaba a desplegar la escalera en diagonal sobre el coche, de manera que quedaría un trecho de unos siete metros en voladizo. No es que fuera mucho, pero puesto que debía quedar desplegada horizontalmente, pondría a prueba los límites de seguridad.

Si se hubiera tratado de un vehículo escalera nuevo, seguramente no habría habido problema, pero el de Edenton era uno de los más antiguos del estado y había sido adquirido con la idea de que el edificio más alto de la ciudad no tenía más de tres pisos. La escalera no había sido pensada para ser usada en una situación como la que estaban afrontando.

—¿Qué alternativa tenemos? Puedo ir y estar de regreso antes de que os hayáis dado cuenta — aseguró Pedro.

José ya había supuesto que se iba a presentar voluntario. Doce años atrás, durante el segundo año de Pedro con el cuerpo, José le había preguntado por qué era siempre el primero en ofrecerse para las tareas más arriesgadas. Aunque los riesgos formaban parte de la profesión, los innecesarios eran otro asunto, y Pedro lo había sorprendido al comportarse como una persona que tiene algo por demostrar. José no quería a gente así; no porque desconfiara de la eficacia de Pedro, sino porque no deseaba tener que arriesgar la vida rescatando a alguien que desafiaba el peligro innecesariamente.

Sin embargo, Pedro se lo había explicado con absoluta sencillez:

—Mi padre murió cuando yo tenía nueve años, así que sé lo que significa para un niño crecer solo. Es algo que no quiero que le suceda a ninguno.

Tampoco se trataba de que sus compañeros no se arriesgaran; todos lo hacían cuando era necesario y lo aceptaban como una parte más de su trabajo. Todos sabían lo que podía suceder, y en docenas de ocasiones habían declinado la oferta de Pedro.

Pero aquella vez...

—Está bien —repuso José, tajante—, tienes razón, Pedro. Pongámonos manos a la obra.

Lo primero fue colocar el vehículo escalera en la posición adecuada haciéndolo retroceder hasta que quedó en la mediana. Una vez allí, el conductor tuvo que hacer tres maniobras hasta que pudo situarse en el lugar correcto. Se tardó siete minutos en completar los preparativos.

Durante ese tiempo, el motor del camión accidentado había seguido humeando, y pequeñas llamas empezaron a aparecer y a lamer la carrocería del coche. El fuego parecía hallarse peligrosamente cerca del remolque de gasolina, pero las mangueras habían quedado descartadas y no podían acercarse con los extintores de mano lo suficiente para que se notara la diferencia.

El reloj corría en su contra y todo lo que podían hacer era contemplar el desastre.


Mientras colocaban el vehículo escalera en posición, Pedro se procuró toda la cuerda que podía necesitar y sujetó un extremo a su arnés. Cuando todo estuvo listo, se encaramó a la escalera y ató la otra punta a uno de los últimos peldaños. Un cable, mucho más largo y a cuyo extremo había un gancho del que colgaba un arnés acolchado, fue depositado también sobre la escalera. Tan pronto como Pedro consiguiera colocárselo al conductor del Honda, podrían recogerlo e izarlo fuera del coche.

La escalera empezó a desplegarse mientras Pedro yacía tumbado boca abajo e intentaba concentrarse.

«Mantén el equilibrio... —se decía—. Permanece tan atrás como puedas... Cuando llegue el momento, agáchate rápidamente pero con cuidado... No toques el coche...»

Pero no podía dejar de pensar en el conductor del Honda. ¿Estaba atrapado? ¿Podría moverlo sin arriesgarse a causarle daños adicionales? ¿Cómo iba a sacarlo sin que el coche se desplomara?

El armazón de metal siguió extendiéndose mientras se acercaba al automóvil siniestrado.

Todavía faltaban unos cuatro metros para llegar y Pedro ya podía percibir cómo el artefacto crujía y oscilaba como un viejo granero azotado por una tormenta.

Tres metros. Estaba lo bastante cerca para poder alcanzar con el brazo las llamas que surgían del motor del camión.
Dos metros.

Pedro podía notar su calor y vió cómo lamían la aplastada parte trasera del Honda. La escalera empezó a oscilar ligeramente.

Un metro. Se hallaba prácticamente encima del coche y se acercaba poco a poco al parabrisas delantero.

Entonces, la estructura se detuvo bruscamente. Tumbado todavía boca abajo, Pedro se dió la vuelta para comprobar si había sucedido algo; pero, por la expresión de sus compañeros, se percató de que el artefacto había llegado tan lejos como había podido y que a partir de ese momento le tocaba a él moverse.

Todo el armazón se cimbreó mientras deshacía la cuerda que tenía ligada al arnés. Sujetando el destinado al conductor con la otra mano, empezó a reptar centímetro a centímetro hacia los peldaños finales que iba a utilizar para descolgarse y llegar hasta el automóvil.

A pesar del caos que lo rodeaba, le llamó la atención la belleza del anochecer. Como en un sueño, el cielo se había despejado, y las estrellas, la luna y las delgadas nubes brillaban ante él. A sus pies, el río parecía más negro que la tinta. Pudo oír sus propios jadeos a medida que avanzaba y los latidos de su corazón. La escalera temblaba y se agitaba al menor movimiento.

Se arrastró como un soldado por la hierba, aferrándose a los fríos barrotes de la escala metálica. Tras él, los últimos coches se alejaban del puente. En un silencio de muerte, escuchó claramente el crepitar de las llamas bajo la cabina del camión. Sin previo aviso, el coche empezó a oscilar.

El morro se inclinó ligeramente y se detuvo. Luego, cayó un poco más antes de equilibrarse. No había el menor soplo de viento. Entonces lo escuchó. En una décima de segundo oyó un débil gemido, apagado y casi imposible de descifrar.

—¡No se mueva! —gritó Pedro inmediatamente.

El lamento se hizo más intenso, y el Honda se balanceó sensiblemente.

—¡No se mueva! —repitió aún más alto.

Su voz era el único sonido en la oscuridad y tenía un toque de desesperación. El resto era quietud absoluta. Un murciélago pasó aleteando cerca de él.

Volvió a escuchar el gemido y el morro del vehículo se inclinó hacia el río antes de estabilizarse.

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