miércoles, 20 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 92

Por la tarde del día siguiente, Pedro la llamó para preguntar si le parecería bien que él se pasara por su casa.

—También me gustaría pedirle perdón a Nico —explicó—. Además, tengo algo que quiero enseñarle.

Agotada tras las emociones de la noche anterior, Paula sólo quería que le dieran un respiro. Lo necesitaba, y Pedro también. Pero, al final, accedió a regañadientes, más por Nico que por ella misma. Sabía que el chico estaría encantado de verlo.

No obstante, cuando colgó el teléfono se preguntó si había hecho lo correcto. Hacía un día ventoso. El frío del otoño había llegado de golpe, y las hojas resplandecían en sus nuevos colores: rojos, anaranjados y amarillos explotaban en las ramas preparándose para el descenso final hacia el suelo salpicado de rocío. El jardín no tardaría en quedar cubierto con los marchitos restos del verano.

Pedro  apareció al cabo de una hora. Cuando Nico, que estaba en la parte delantera de la casa, lo vió, Paula pudo escuchar sus gritos de alegría por encima del ruido del grifo de la cocina.

—«¡Ama! ¡Enido Pepe!»

Ella dejó el trapo a un lado —acababa de lavar los platos— y fue hasta la puerta sintiéndose todavía ligeramente incómoda. La abrió y vió que Nico corría hacia la camioneta de Pedro.

Tan pronto como éste se apeó, el chico se arrojó en sus brazos, radiante, como si el hombre nunca hubiera estado ausente. Pedro le dió un gran abrazo y lo dejó en el suelo justo cuando Paula se acercaba.

—Hola —saludó en voz baja.

—Hola, Pedro—contestó ella, cruzando los brazos sobre el pecho.

—«¡Enido Pepe!» —gritaba Nico, agarrado a su pierna—. «¡Enido Pepe!»

Paula lo miró con una débil sonrisa.

—Sí, cariño.

Pedro se percató de lo incómoda que ella se sentía y tras toser brevemente señaló la camioneta.

—He traído unas cuantas cosas de la tienda al venir hacia aquí. Si no te parece mal que me quede un rato...

Nico rió a pleno pulmón, encantado con la presencia de Pedro.

—«¡Enido Pepe!» —repitió una vez más.

—No creo que tenga elección —contestó Paula con franqueza.

Pedro sacó una bolsa de comestibles del vehículo y la llevó dentro de la casa. Contenía los ingredientes necesarios para preparar un estofado: carne, patatas, zanahorias, apio y cebollas. Él y Paula hablaron unos minutos, pero Pedro no pudo evitar percatarse de lo incómoda que ella se sentía en su presencia y al final se fue al jardín con Nico, que no se había separado de su lado ni un instante. Entre tanto, Paula se dedicó a preparar la comida, aliviada por hallarse a solas. Sofrió la carne, peló las patatas, cortó las zanahorias, el apio y la cebolla y lo puso todo a hervir en una cazuela con una pizca de hierbas aromáticas. La monotonía del trabajo la relajó y calmó la oleada de sentimientos contradictorios que la asaltaba. No obstante, mientras cocinaba, no dejó de mirar por la ventana para observar a Pedro y a Nico, que jugaban en el arenero, empujando cada uno de ellos un gran camión de juguete, haciendo ver que construían grandes carreteras. A pesar de lo bien que parecían estar pasándoselo, Paula no pudo evitar una paralizante sensación de duda con respecto a Pedro cuando recordó con claridad el daño que él les había hecho, tanto a ella como a su hijo. ¿Acaso podía fiarse de aquel hombre? ¿Cambiaría? Es más, ¿podía de verdad cambiar?

Mientras los contemplaba, Nico trepó encima de la agachada figura de Pedro y lo llenó de polvo y arena. Desde la cocina, Paula podía oír cómo reían.

«Es bueno escuchar otra vez ese sonido —se dijo—, pero...»

Paula  meneó la cabeza.

«Incluso si Nico lo ha perdonado, yo no estoy dispuesta a olvidar. Nos hizo daño una vez y podría volver a hacérnoslo.»

No estaba dispuesta a permitir que esta vez él la enamorara tan fácilmente, no estaba dispuesta a dejarse arrastrar por la pasión.

«Pero ¡mira qué bien se llevan!», se dijo.

«No te dejes seducir», le previno una voz interior.

Paula lanzó un suspiro. No quería que una conversación interior la dominara. Dejó el guiso a fuego lento y empezó a preparar la mesa. Luego, ordenó el salón y ya no le quedó nada más por hacer, así que decidió salir a respirar aire fresco. Se sentó en los escalones del porche y vió a Nico y a Pedro, todavía inmersos en sus juegos.

A pesar del grueso jersey de cuello alto, el frío de la brisa hizo que se abrigara con los brazos. En el cielo, una bandada de patos que volaba en formación se dirigía hacia el sur para pasar allí el invierno. La siguió otra que parecía apresurarse por alcanzar a la primera. Mientras los contemplaba, se dio cuenta de que su aliento formaba pequeñas nubéculas. La temperatura había bajado desde primera hora de la mañana: un frente frío que llegaba del Medio Oeste se había abatido sobre Carolina del Norte.

Al cabo de un momento, Pedro la vió sentada en el porche y le sonrió. Paula le correspondió con un rápido saludo de la mano, que volvió a taparse con la manga del jersey. Entonces, él se inclinó sobre Nico al tiempo que hacía un gesto con la cabeza señalando hacia ella. Nico miró a su madre y agitó la mano, contento; a continuación, él y Pedro se pusieron en pie, se sacudieron el polvo de los vaqueros y se encaminaron hacia la casa.

—Parece que la están pasando bien, ¿no? —comentó Paula.

Pedro sonrió y se detuvo a unos metros de distancia.

—Creo que voy a dejar el negocio de contratista y voy a dedicarme a construir ciudades de arena. Es mucho más entretenido y la gente que se conoce es más agradable.

—¿Te has divertido, cariño? —preguntó a Nico.

—Sí —respondió él entusiasmado—. «Ivetido ucho.»

Ella se volvió hacia Pedro.

—El estofado todavía está a medias; así que si quieren aún pueden quedarse un rato jugando aquí fuera.

—Lo suponía. Pero la verdad es que necesito un vaso de agua para acabar de tragar todo el polvo que llevo encima.

Paula  sonrió.

—¿Tú también quieres algo de beber, Nico?

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