viernes, 8 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 58

Ana estaba leyendo una novela en la sala cuando Paula y Pedro regresaron. Nico, les explicó, ni siquiera se había movido mientras habían estado fuera.

—¿Lo han pasado bien? —preguntó, mirando las arreboladas mejillas de la joven.

—Sí, estupendamente —contestó ella—. Gracias por cuidar a mi hijo.

—Ha sido un placer —repuso con sinceridad, echándose el bolso al hombro y disponiéndose a marchar.

Paula fue a ver a Nico mientras Pedro acompañaba a su madre al coche. Él no dijo gran cosa, y Ana tuvo la esperanza de que eso significara que su hijo estaba tan prendado de Paula como ésta parecía estarlo de él.

Cuando Paula salió del dormitorio de Nico vió que Pedro estaba agachado frente a una pequeña nevera que acababa de sacar de la parte trasera de su camioneta, tan inmerso en lo que hacía que no la había oído cerrar la puerta.

Paula no se movió y, sin decir una palabra, observó que él abría la tapa y sacaba un par de copas altas y alargadas. Pedro las sacudió para quitarles los restos de agua, y el cristal tintineó. A continuación, las depositó sobre la pequeña mesa que había frente al sofá, volvió a rebuscar en la nevera y extrajo una botella de champán, le quitó el sello de alambre, la descorchó en un único y fluido movimiento y la puso al lado de las copas. Metió de nuevo la mano en la nevera y esa vez apareció un plato de fresas silvestres envueltas en celofán. Les quitó el papel, las dispuso junto a la bebida y apartó a un lado la nevera. Luego, se levantó y examinó el resultado, aparentemente satisfecho, mientras se limpiaba la humedad de las manos en el pantalón. Entonces se dio la vuelta y se quedó de piedra, con una expresión avergonzada, al comprobar que Paula lo había estado observando. Sonrió tímidamente.

—Se me ocurrió que esto podría ser una sorpresa agradable —dijo.

Ella lo miró y luego a la mesa, dándose cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

—Lo es, desde luego.

—No sabía si preferías vino o champán, así que decidí arriesgarme —dijo mientras la miraba fijamente.

—Es fantástico —murmuró ella—. Ya ni me acuerdo de la última vez que lo bebí.

Él agarró la botella.

—¿Te sirvo?

—Por favor.

Pedro llenó las dos copas al tiempo que Paula se acercaba, sintiéndose repentinamente insegura. Él le entregó una en silencio, y ella no pudo menos que observarlo y preguntarse cuánto tiempo había dedicado a planear todo aquello.

—Espera un momento, ¿vale? —dijo de repente Paula, sabiendo exactamente qué era lo que faltaba.

Pedro  la contempló depositar la copa, salir corriendo y meterse en la cocina. Escuchó el ruido que hacía al revolver los cajones. Al cabo de un instante, Paula reapareció con dos pequeñas velas y una caja de cerillas. Las colocó en la mesa, al lado de las fresas y el champán, y las encendió.

La sala se transformó por completo tan pronto como apagó las luces, y las sombras danzaron en las paredes. Paula alzó su copa. En la dorada penumbra estaba más hermosa que nunca.

—Por tí —dijo Pedro, al tiempo que entrechocaban las copas.

Ella bebió un sorbo. Las burbujas le hicieron cosquillas en la nariz, pero le encantó.

Pedro señaló el sofá, y los dos se sentaron, muy cerca el uno del otro. La rodilla de la joven le acariciaba el muslo. Fuera, la luna se había abierto paso entre las nubes y derramaba su claridad a través de la ventana, pintándolo todo de blanco y plata. Pedro tomó un sorbo de champán sin dejar de mirar a Paula.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó ella.

Él apartó un instante los ojos antes de responder.

—Estaba pensando en lo que habría pasado si aquella noche no hubieras sufrido el accidente.

—Pues que todavía tendría coche —replicó ella, y Pedro rió antes de ponerse serio de nuevo.

—Sí, pero, de no haber sucedido, ¿crees que yo estaría aquí?

Paula  lo meditó.

—No lo sé —dijo finalmente—, pero me gusta pensar que sí. Mi madre creía que la gente está destinada a encontrarse. Ya sé que no es más que una idea romántica propia de la juventud, pero supongo que una parte de mí todavía cree en ella.

Pedro  asintió.

—Mi madre piensa igual. Sospecho que ésa es una de las razones por las que nunca se ha vuelto a casar. Sabía que no habría nadie capaz de reemplazar a mi padre. Tengo la impresión de que, desde su muerte, ni siquiera se le ha pasado por la cabeza la idea de salir con alguien.

—¿En serio?

—Eso es lo que me ha parecido.

—Estoy segura de que te equivocas, Pedro. Tu madre es humana como cualquiera, y todos necesitamos compañía.

Tan pronto como hubo pronunciado aquellas palabras, Paula se dió cuenta de que se había referido tanto a sí misma como a Ana. Sin embargo, Pedro no parecía haberlo percibido; al contrario, sonrió y dijo:

—Tú no la conoces como yo.

—Puede. Pero recuerda que mi madre pasó por experiencias parecidas a las de la tuya y, aunque siempre echó de menos a mi padre, me consta que seguía deseando que alguien la amara.

—¿No salió con nadie?

Paula asintió y bebió un sorbo de champán. Las sombras jugaban con las facciones de su rostro.

—Lo hizo al cabo de unos años. Tuvo unas cuantas relaciones serias, y yo llegué a pensar que acabaría teniendo padrastro; pero, al final, ninguna funcionó.

—¿Te disgustó? Me refiero a que saliera con otros hombres.

—No, ni pizca. Sólo quería verla felíz.

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