lunes, 18 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 84

Con los pulmones doloridos, se encaminó a trompicones hacia el extremo sur del edificio, el único que todavía se sostenía. Notaba cómo su cuerpo se iba debilitando a cada paso que daba, y sentía un peso que le oprimía el pecho. Entonces, vió que a su izquierda había una ventana intacta. Desenfundó el hacha que llevaba al cinto, rompió la ventana en un solo movimiento y sacó la cabeza para respirar aire fresco.

El fuego, como si se tratara de una fiera con vida propia, pareció percibir el repentino aporte de oxígeno. Al instante, el cuarto donde se hallaba Pedro explotó con renovada furia y el impulso de la onda expansiva lo lanzó hacia un rincón.

Tras el fogonazo inicial, las llamas parecieron retroceder, al menos durante unos segundos, los suficientes para que Pedro se rehiciera y viera la figura que estaba tendida en el suelo. Por el traje, se dio cuenta de que se trataba de un bombero.

Trastabillando y esquivando otra viga que caía, se le acercó. En aquel momento, los dos se hallaban atrapados en el extremo de la habitación y rodeados por un muro de fuego que se cernía sobre ellos.

Casi sin aliento, Pedro fue por el hombre. Inclinándose, lo agarró por la muñeca, lo alzó, se lo cargó a la espalda y se dirigió como pudo hacia la única ventana que todavía podía distinguir.

Guiado por el instinto, caminó hasta ella. Notaba que estaba a punto de perder el sentido y cerró los ojos para evitar que el calor y el humo se los dañaran todavía más. Alcanzó la abertura y arrojó su carga al exterior. El hombre aterrizó hecho un guiñapo. Casi cegado por el humo, Pedro  no vió que sus compañeros se precipitaban hacia el cuerpo tendido y se limitó a desearle lo mejor.

Tomó un par de bocanadas de aire y tosió violentamente. Luego, aspirando nuevamente, se dio la vuelta y, abriéndose paso entre el fuego, regresó al interior del llameante edificio.

Todo era un inmenso infierno de llamas aceitosas y humo asfixiante.

Pedro avanzó a través del muro de calor como si una mano oculta lo guiara.

Aún quedaba otro hombre atrapado.

Se acordó otra vez del niño de nueve años en un ático que pedía socorro por la ventana y estaba demasiado asustado para saltar.

Tuvo que cerrar un ojo cuando sintió que un espasmo de dolor se lo traspasaba. Una de las paredes se derrumbó como un castillo de naipes y el techo cedió mientras nuevas espirales de fuego ascendían en busca de grietas en el tejado.

Aún quedaba otro hombre atrapado.

La impresión de que se consumía se apoderó de él, y los pulmones le gritaron que aspirara una bocanada del aire venenoso y ardiente que lo rodeaba. Sin embargo, medio aturdido, consiguió resistir la tentación.

El humo se enroscó a su alrededor como una negra serpiente, y Pedro cayó de bruces mientras su ojo sano parpadeaba fuera de control, sin que él pudiera evitarlo. Las llamas lo rodeaban casi por completo, pero siguió adelante, hacia la única zona en la que era todavía posible que hubiera alguien con vida.

Se movió de rodillas primero y a gatas luego. El calor se había convertido en un martillo siseante que no dejaba de golpearlo.

Fue entonces cuando supo que iba a morir.

Apenas consciente, siguió arrastrándose hasta que empezó a perder el sentido.

«¡Respira!», le gritó el cuerpo, pero él siguió avanzando, centímetro a centímetro, como un autómata. Delante no había más que llamas, un muro de fuego que se alzaba como una infranqueable barrera.

Entonces encontró al hombre.

Rodeado por el humo, no podía distinguir de quién se trataba, pero se dió cuenta de que tenía las piernas atrapadas por los escombros.

Notando que sus últimas fuerzas lo abandonaban, palpó el cuerpo como habría hecho un ciego y lo visualizó mentalmente: yacía boca abajo con los brazos extendidos y con el casco firmemente sujeto, pero de cintura para abajo estaba cubierto de cascotes.

Pedro lo agarró por las muñecas y tiró de él, pero no consiguió moverlo.

Con las pocas fuerzas que le quedaban, se incorporó y empezó a apartar las ruinas que aprisionaban al hombre, planchas de madera, yeso y ladrillo, fragmento calcinado tras fragmento.

Sus pulmones estaban a punto de estallar, y las llamas empezaban a lamerle la ropa.

Uno a uno, fue retirando los estorbos. Por suerte, ninguno era tan pesado como para que no pudiera apartarlo, pero se hallaba al límite de sus fuerzas. Volvió a tirar del hombre inerte y esa vez consiguió moverlo. Lo agarró con todas sus fuerzas, pero su cuerpo, que ya no podía resistir más, reaccionó de manera instintiva: Pedro dejó escapar el aliento e inhaló profundamente en busca de aire.

Su cuerpo se había equivocado.

Se sintió repentinamente mareado y tosió violentamente. Soltó al bombero y se puso en pie, trastabillando, presa del más puro pánico: en aquella atmósfera donde el fuego consumía todo el oxígeno, se había quedado sin aire. La práctica que había adquirido con el largo entrenamiento había cedido ante la fuerza elemental del instinto de conservación.

Desanduvo el camino a trompicones, como si sus piernas se movieran al margen de su voluntad. Sin embargo, a los pocos pasos se detuvo como si despertara trabajosamente de un sueño y se volvió hacia el hombre tendido en el suelo. En aquel instante, el mundo estalló en una bola de fuego que casi lo derribó.
Las llamas lo envolvieron y prendieron en su uniforme. En un último esfuerzo, Pedro se precipitó hacia la ventana y se arrojó a ciegas a través de la abertura. Lo último que notó fue el sordo golpe de su cuerpo al caer en la tierra y el alarido de desesperación que se le moría en los labios.

La madrugada de aquel lunes sólo hubo una víctima mortal.

Seis hombres acabaron con heridas, Pedro entre ellos, y todos fueron llevados al hospital, donde los atendieron debidamente. Tres pudieron regresar a sus casas aquella misma noche. Dos de los que se quedaron eran los que Pedro había arrastrado lejos de las llamas. Iban a ser trasladados a la unidad de quemados de la Universidad de Duke, en Durham, tan pronto como llegara el helicóptero que los debía trasladar.

Pedro  permaneció tendido en la oscuridad de su habitación del hospital, con la cabeza llena de las imágenes del hombre que había dejado entre las llamas y que había muerto. Tenía un ojo cubierto con un aparatoso vendaje y se hallaba contemplando el techo con el sano cuando su madre llegó.

Ana estuvo sentada junto a su hijo durante una hora. Luego, se marchó y lo dejó a solas con sus pensamientos.

Durante todo aquel rato, Pedro Alfonso no dijo ni una sola palabra.

Paula  fue a verlo el martes por la mañana, cuando se abrió el horario de visitas. Tan pronto como la vió, Ana se levantó de su silla, la miró con los ojos enrojecidos y aspecto agotado y le hizo un gesto para que se acercara. Paula obedeció inmediatamente, seguida de Nico. Ana tomó de la mano al chico y se fue silenciosamente escalera abajo.

Paula entró en la habitación y se acomodó en el mismo asiento de Ana. Pedro volvió la cabeza hacia el otro lado.

—Siento lo de Matías —dijo ella suavemente.

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