miércoles, 27 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 21

—¿Cómo te sientes, Paula?

—Cansada pero feliz. He comprobado que el escalador que dijo que quería escalar una montaña porque estaba ahí era un idiota. No dijo ni la mitad —dijo señalando con la mano la magnificencia del paisaje—. Sé que esto no es nada comparado con lo que nos depara el Everest, pero es maravilloso. No es sólo llegar, sino echar la vista atrás y ver lo hermoso que es nuestro planeta.

—Dímelo cuando llevemos aquí una semana. Pero lo que es más importante ahora, ¿cómo te van tus nuevas botas? ¿Te han hecho heridas?

—No siento ninguna de momento —dijo ella desfalleciendo ligeramente. Levantó una pierna y se miró la bota cubierta con las polainas—. Mis botas son realmente cómodas.

—Ya pueden serlo por lo que han costado. Lo ideal hubiera sido probarlas un poco antes pero como no hemos tenido tiempo… —se detuvo. No tenía sentido decir lo que era obvio—. El estado de los pies son de vital importancia. Cuando volvamos al albergue te untaré un producto para que se endurezcan y estén preparados para algo más fuerte que caminar por suelos alfombrados con zapatos de tacón de aguja.

La sonrisa de Paula se esfumó al comprender el verdadero sentido del comentario. ¿A quién quería engañar? No era que hubiera hecho una broma a su costa. Estaba defendiéndose.

Pedro se dijo que el beso había sido una estupidez.

Soltar las riendas de la atracción que sentían, también. Dos errores más a sumar al primero que había sido acceder a acompañarla en tan peregrina aventura. Era una principiante, por todos los santos. Era peligroso para ella y sólo Dios sabía lo que sufriría su alma si algo malo le sucediese.

Tenía que admitirlo: había aceptado cuando Paula le dijo que si no era él, contrataría a alguien de Estados Unidos para hacerlo. No podía soportar que otro hombre estuviera a solas en la montaña con ella, tocándola. No era ni más ni menos que unos celos tremendos lo que lo habían llevado a involucrarse en algo tan peligroso.

—Ahora lo único que tenemos que hacer es descender. Esta parte debería resultarte fácil, así que vamos a ver qué tal es tu técnica de rappel de rocródromo de gimnasio —dijo Pedro consciente de estar haciéndolo de nuevo, de estar manifestando las diferencias entre los dos. En condiciones normales, nunca se habrían conocido.

Se hizo a un lado mientras observaba la habilidad con que hacía nudos y utilizaba los mosquetones. Una vez asegurada, colocó el freno para no quemar la cuerda. No había cometido ni un solo error y Pedro no sabía si alegrarse o enfadarse.

—Tú primero. Yo te sigo —se limitó a decir cuando aseguró la cuerda.

—¿No confías en mis nudos? —preguntó ella mirándolo fijamente.

Fue uno de esos momentos en que las gafas de nieve estaban demasiado oscuras. Le hubiera gustado ver los ojos de Paula para saber si estaba bromeando.

—Como todo lo demás en tí, los nudos son perfectos.

Debería haber pensado que Paula no iba a quedarse callada tras un comentario así. Se colocó para bajar por la cuerda y se sujetó con fuerza antes de empezar el descenso.

—¿Y eso te intimida?

Lo intimidaba, sí. Había descubierto las sensaciones que aquella mujer era capaz de provocar en él. Estar con Paula empezaba a hacerle sentir como si estuviera trepando sin cuerda, como si volara sin alas. Maravilloso hasta que se sufría una caída.

Paula  no podía recordar la última vez que se había sentido tan cansada, pero se sentía feliz ahora que estaban de vuelta en el refugio, sabiendo que los sherpas estaban acampados fuera y que iban a comer.

Se apoyó contra la pared pegada a su cama. Estaba contenta por haber cometido sólo un error. Además, había descubierto algo estupendo: le gustaban los besos de Pedro. Recordó el momento en que sus labios se habían encontrado, fríos por el hielo, aunque la calidez de la boca de Pedro distaba mucho de ser fría.

¿Habría disfrutado él besándola? Él había sido quien había dicho que se sentía atraído hacia ella. ¿Y qué había hecho ella aparte de caer en sus brazos para arrancarle semejante exclamación, «maldita sea, Paula»?

La puerta se abrió y el hombre que poblaba sus pensamientos apareció con una palangana de algo humeante.

—¿La cena? —preguntó Paula.

—La cena estará lista en un ratito, pero antes, ocupémonos de tus pies — contestó dejando la palangana en el suelo. Unas gotas de agua saltaron al suelo mientras pequeñas columnas de humo subían del interior hacia el rostro bronceado de Pedro, que se estaba arrodillando junto a la cama. La barba le había crecido. Recordó el roce del pelo en la mejilla y en los labios y una oleada cálida la invadió.

Pedro la trajo de vuelta al mundo real.

—Bien, fuera los calcetines.

—¿Por qué? —dijo ella con indignación, feliz de tener una excusa para el enrojecimiento de sus mejillas.

—Voy a lavarte los pies.

—No es necesario. Ya soy mayor. Sé hacerlo yo sola.

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