miércoles, 27 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 20

—Hecho —dijo clavando la punta de la bota y metiendo a continuación el pie en el hueco que había hecho.

Algo que la molestaba mucho de los hombres como Pedro era que siempre creían tener razón. Había hecho el hueco demasiado alto. Cierto era que llegó pero no había tenido en cuenta el peso de la mochila y las cuerdas. Logró guardar el equilibrio unos segundos pero entonces cayó hacia atrás.

Paula sintió los brazos de Pedro a su alrededor pero ella no pesaba poco y los dos cayeron al suelo. Resbalaron un poco mientras Paula sacudía los pies en el aire hasta que Pedro detuvo la caída clavando el piolet con fuerza en el hielo. Burbujas de risa nerviosa se arremolinaban en el interior de Paula. No se había vuelto a reír desde antes de conocer la noticia de la muerte de Delfina. Un pensamiento muy triste.

Para desasirse de él, Paula se retorció y se agarró a la chaqueta de Pedro. Mirarlo a la cara le hizo perder el equilibrio por segunda vez en menos un minuto. La respiración dificultosa de Pedro le arañó las mejillas. Era como si sus rasgos estuvieran esculpidos en el mismísimo hielo. Le entró el pánico y trató de ponerse en pie pero Pedro la sujetó de los brazos. Estaba inmovilizada.

—¡Por todos los santos, Paula! Ten cuidado con esos crampones. Si me los clavas en la pierna ya puedes ir reservando billete de vuelta a casa, porque no seguiremos escalando.

Paula  se quedó inmóvil. Avergonzada, sin saber adonde mirar, cerró los ojos. Pero al momento, sintió que Pedro le colocaba la cara contra su hombro y oyó una voz con un tono áspero.

—No intentes ir más allá de tus posibilidades. Si eso significa hacer más escalones pero ascender con seguridad, lo que prima es la seguridad.

El latido de su corazón retumbaba en sus oídos. No tenía ninguna excusa. Pedro la había prevenido y ésa era la prueba de que escalar no era ningún juego. Para colmo, como si quisiera poner énfasis en la gravedad del error dijo:

—Imagina que hubiéramos estado a doscientos o trescientos metros, habrías caído hasta abajo. La gravedad te habría arrastrado a tí y a mí contigo. Después te enseñaré cómo detener una caída.

Paula había ido por la vida esperando siempre lo inesperado. Así había terminado estudiando idiomas en Harvard y había encontrado su trabajo en la embajada, pero las manos enguantadas de Pedro sosteniéndole el rostro mientras su boca descendía sobre la suya fue mucho más que una sorpresa, y escuchar «maldita sea, Paula» la dejó absolutamente perpleja.

Los labios de Pedro eran al mismo tiempo fríos pero suaves y firmes, y su boca tan cálida que podría derretir el glaciar. Fue un beso suave, el preliminar a un beso mucho más apasionado y profundo. Entonces, el tiempo se acabó y levantó la cabeza.

—Vamos —dijo—. Pongámonos en pie y empecemos de nuevo. Clava los crampones y yo te empujaré desde atrás.

Paula se levantó entonces y ofreció su mano a Pedro para ayudarlo a levantarse. Este no necesitó su ayuda. Era tan ágil como una cabra montesa. Le rodeó los hombros con un brazo yPaula pudo sentir el peso sobre la mochila mientras la guiaba hacia la pared en la que habían empezado el ejercicio. No mencionaron el beso. Ella no tenía intención de sacar el tema. Era uno de esos incidentes que había que considerar con calma, en privado. Lo dejaría para cuando estuviera en su saco esa noche, donde analizaría cada segundo del beso.

Aunque ya no necesitaba seducirlo para conseguir su propósito, se preguntaba cuál de los dos había ganado.

—Venga. Hazlo de nuevo. Y no, no pienso quedarme para ver cómo me aplastas. Una cosa es que confíes en mí para que cuide de tí pero, ¿se te ha ocurrido pensar que tú también podrías cuidar de tí?

Aquello no se le había ocurrido. Hacía lo que quería siempre. Incluso en su trabajo sabían que haría bien todo aquello que se propusiera. Hacía mucho tiempo que no había nadie que se preocupara por ella aunque sólo fuera un poco. Siempre había sentido que Delfina la había abandonado al casarse, pero ya no se sentía mal por eso. Perder a su hermana había sido un golpe más duro de lo que había creído en un principio, pero la carta que había recibido de ella daba un nuevo enfoque a sus recuerdos de la niñez.

Y ahora Pedro también se preocupaba por ella aunque se mostrara receloso. ¿Quién lo habría dicho?

Pedro no perdía detalle de la figura esbelta de Paula. Avanzaba con seguridad y técnica. Aquélla no sería la parte más difícil a la que tendría que enfrentarse, y le agradaba ver que no había vuelto a cometer ningún error, ni había tratado de abarcar más de lo posible, ni había sobrestimado sus posibilidades.

Satisfecho, subió tras ella.

—Lo estás haciendo muy bien. No corras.

Paula no respondió pero él tampoco esperaba que lo hiciera. Tenía que ahorrar aliento.

Sobre sus cabezas, el cielo había formado un cuenco azul con el borde ribeteado de blanco. Estaban hollando una parte muy peligrosa, un paisaje árido casi donde el sonido de la voz del hombre resultaba nimio en comparación con los gemidos lastimeros que desprendían los hielos alrededor.

Estaban cerca del final de la pared y el terreno se había vuelto más fácil. Le dio alguna que otra instrucción pero se aseguró de no desconcentrarla. Sabía por experiencia que hacer escalones en el hielo era duro y cansado.

No dejaba de pensar si le ocurriría a menudo que un hombre la besara sin previo aviso. No había perdido los nervios ni le había dicho que la soltara ni lo había abofeteado. A pesar de que habría tenido todo el derecho a hacerlo.

No, él era quien estaba enfadado. Todavía le venían a la memoria recuerdos del momento en que perdió a Fernando y Delfina, para siempre. No era algo visual a menos que se tenga por visual el manto blanco ante los ojos y de fondo el grito.

Fue como cuando un niño tira piedras planas sobre la superficie en calma de un lago y rebota sobre el agua. La temida palabra «avalancha» se había abierto paso en su mente como una visión terrorífica al recordar que otro escalador le había dicho que había estado a punto de sufrir una. Trozos de hielo empezaron a desgajarse de la pared y recordó cómo clavó el piolet con toda la fuerza posible esperando ser arrastrado en cualquier momento.

El estruendo pasó junto a él, a su izquierda. Fernando y Delfina, sujetos de la misma cuerda, daban vueltas uno sobre el otro rebotando sobre la pared, bajando más y más…

Tenía que dejar de pensar en aquello o se volvería loco. Tenía que dejar de cuestionarse si habría sido culpa suya, dejar de buscar algo que hubiera cambiado los acontecimientos.

La determinación de Paula de encontrar los cuerpos se le había contagiado. Sería el último acto de amistad por unos amigos que habían confiado en él para llegar a la cima.

Pedro levantó la vista y vió que Paula había llegado al final de la pared y la vio desaparecer como el disco solar en el horizonte. Un mordisco de terror le atenazó la garganta cuando la perdió de vista. Aumentó la velocidad hasta que la vio ponerse en pie jadeando, aspirando bocanadas de aire puro. Moverse a esas alturas dejaba el organismo privado de oxígeno y necesita inspirar con fuerza. Y aún no estaban a mucha altura.

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