viernes, 8 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 57

—No cuando el comentario me lo hace un hombre tan mal vestido como tú.

—¿Mal?

Paula  le guiñó un ojo.

—En este caso, «mal» quiere decir lo mismo que «bobo».

La cena fue maravillosa en todos los sentidos: la comida era una delicia, y el entorno, innegablemente romántico. Después de los postres, Pedro le tomó la mano y ya no se la soltó.

A medida que avanzaba la noche fueron explicándose sus vidas respectivas: Pedro le explicó el tiempo que llevaba como voluntario y los peores incendios y desastres en los que había participado; también le habló de Matías y de Melisa, los dos amigos con los que había compartido aquellas experiencias. Paula le relató su época de universidad, las anécdotas de sus primeros años como profesora y lo absolutamente novata que se sintió el primer día que pisó un aula llena de alumnos.

Para ambos, aquella velada marcó el comienzo de su relación como pareja. También fue la primera ocasión en la que Nico no surgió en la conversación.

Cuando después de cenar salieron a la calle desierta, Paula se dió cuenta de lo diferente que parecía la vieja ciudad por la noche, como si fuera un lugar perdido en el tiempo. Aparte del Fontana y de un bar de una esquina, todo lo demás estaba cerrado. Caminaron a lo largo de las fachadas de ladrillo que el tiempo había cuarteado y pasaron por delante de la tienda de un anticuario y de una galería de arte.

En la quietud de la noche, ninguno de los dos sentía la necesidad de hablar. Al cabo de unos minutos llegaron al puerto, y Paula divisó los barcos amarrados a los pantalanes. Había de todos los tipos, grandes y pequeños, nuevos y antiguos, y abarcaban desde veleros de madera hasta yates de motor. Unos cuantos estaban iluminados por dentro, pero el único sonido que se escuchaba era el del agua que golpeaba contra el muelle.

Apoyándose en la barandilla que bordeaba el paseo, Pedro tosió levemente y tomó la mano de Paula.

—¿Sabías que Edenton fue uno de los primeros puertos del sur? —explicó—. Aunque la ciudad no era más que un pequeño núcleo de casas, los mercantes solían detenerse aquí, ya fuera para vender sus mercancías o para cargar provisiones. ¿Puedes ver los balcones que coronan aquellos edificios? —Señaló hacia un grupo de casas antiguas, y Paula asintió—. En la época de las colonias, la navegación era muy peligrosa, y las esposas de los marineros solían pasear por allí mientras esperaban ver regresar los barcos de sus maridos. No obstante, los naufragios eran tan frecuentes que el lugar acabó siendo conocido como el Paseo de las Viudas. Sin embargo, cuando los navíos llegaban a Edenton, y no importaba lo largo que hubiera sido el viaje, no entraban directamente en el puerto, sino que anclaban en medio de la bahía, y las mujeres que los aguardaban en los balcones tenían que hacer esfuerzos para distinguir a sus esposos entre las tripulaciones.

—¿Y por qué se quedaban en la bahía?

—Porque cerca de aquí había un gran ciprés solitario. Era una de las marcas que usaban los barcos para saber que habían llegado a Edenton, especialmente si era la primera vez. No había otro árbol como aquél en toda la Costa Este. Normalmente, los cipreses crecen cerca de las orillas, pero aquél se erguía a unos ciento cincuenta metros del mar. Era como un monumento por lo fuera de lugar que estaba. El caso es que los barcos tomaron la costumbre de detenerse frente a aquel árbol siempre que se disponían a entrar en puerto; entonces arriaban un bote y unos cuantos marineros remaban e iban a depositar una botella de ron al pie del tronco como señal de agradecimiento por haber regresado con vida. Y no sólo eso: siempre que un navío zarpaba, la tripulación se reunía en torno al ciprés y bebía un trago de ron a la salud del árbol con la esperanza de tener un viaje próspero y seguro. Por eso lo llamaban el Árbol del Trago.

—¿De verdad?

—Completamente. La ciudad rebosa de leyendas acerca de las tripulaciones que no se detuvieron para tomar el trago de rigor y que desaparecieron en el mar. Se consideraba mala suerte no hacerlo y sólo los imprudentes se atrevían a hacer caso omiso de la superstición. Los que así obraban lo hacían bajo su propia responsabilidad.

—¿Y qué sucedía si no quedaba ron al pie del ciprés cuando un barco se hacía a la mar? ¿Acaso no salían?

—Según se cuenta, semejante cosa nunca sucedió.

Pedro  se volvió hacia el agua y el tono de su voz cambió.

—Recuerdo que mi padre me contaba esta historia cuando yo era pequeño. Me llevaba al lugar exacto donde había estado el árbol y me la explicaba con todo lujo de detalles.

Paula sonrió.

—¿Sabes más cosas sobre Edenton?

—Unas cuantas.

—¿Alguna historia de fantasmas?

—Claro que sí. Todas las ciudades antiguas de Carolina del Norte tienen su historia de fantasmas. En Halloween, mi padre solía sentarse conmigo y mis amigos, después de que hubiéramos ido de casa en casa pidiendo caramelos, y nos contaba la historia de Brownrigg Mili. Va de una bruja, y es perfecta para amedrentar a los niños: hay ciudadanos aterrorizados, conjuros diabólicos, muertes misteriosas, incluso un gato de tres patas. Cuando mi padre acababa, estábamos demasiado asustados para conciliar el sueño. Era un artista contando historias increíbles.

Paula  meditó sobre lo diferente que era vivir en una ciudad pequeña comparado con su infancia en Atlanta.

—Eso debía de ser fantástico.

—Lo era... Si quieres, un día puedo hacer lo mismo con Nico.

—Dudo que entendiera tu relato.

—Puede que le cuente aquella del monstruoso camión encantado del condado de Chowan.

—¡Vamos ya! No existe tal cosa.

—Lo sé; pero siempre puedo inventármelo.

Paula  le apretó la mano levemente.

—¿Cómo es que nunca has tenido hijos? —le preguntó.

—No pertenezco al sexo adecuado.

—Ya sabes a lo que me refiero, bobo. Serías un padre estupendo.

—No lo sé. Simplemente, no los he tenido. Eso es todo.

—¿Nunca te ha apetecido?

—Sí, alguna vez.

—Entonces, deberías.

—Ahora empiezas a parecerte a mi madre.

—Ya sabes lo que dicen: «Las grandes mentes piensan igual.»

—Si eso es lo que te dices a ti misma...

—Exactamente.

Cuando salieron de la zona portuaria y mientras se encaminaban de nuevo hacia el centro, a Paula le sorprendió darse cuenta de lo mucho que su mundo había cambiado recientemente y de que el principal responsable de los cambios era el hombre que caminaba a su lado.

Sin embargo, a pesar de todo lo que él había hecho por ella, Pedro no le había pedido nada a cambio, nada que ella no estuviera decidida a darle. Por otra parte, había sido ella la que había tomado la iniciativa de besarlo, tanto la primera vez como la segunda. Incluso el día que habían ido de excursión a la playa, cuando se quedó hasta tarde en su casa, él se marchó tan pronto como percibió que era el momento de hacerlo.

Paula  sabía que la mayoría de los hombres no lo habría hecho: ellos tomaban la iniciativa tan pronto como se presentaba la más pequeña oportunidad. Dios era testigo de que eso exactamente era lo que había hecho el padre de Nico. Pero Pedro era diferente: se conformaba con conocerla poco a poco, con escuchar sus problemas, con arreglarle las puertas de los armarios y preparar helado casero en el porche. Se comportaba como un caballero en todos los sentidos.

Pero como él no la había apremiado, Paula se encontró deseándolo aún más por esa razón, y con una intensidad que la sorprendió. Se preguntó qué sentiría cuando por fin Pedro  la estrechara entre sus brazos y qué sensaciones experimentaría cuando la acariciara y sus dedos se deslizaran por su cuerpo y su piel. Aquellos pensamientos le provocaron un nudo interior, y le apretó la mano instintivamente.

Cuando llegaron cerca de la camioneta de Pedro, pasaron por delante de un establecimiento cuya puerta alguien había dejado medio entornada. Grabado en el cristal se leía el nombre: Trina's Bar. Aparte del Fontana, era el único local del centro que abría hasta tarde. Paula echó un vistazo al interior y vió tres parejas que charlaban tranquilamente en torno a varias mesas circulares. En un rincón, una máquina de discos desgranaba una melodía country. La voz del cantante calló cuando terminó la canción, y se produjo un breve silencio hasta que empezó la siguiente: Unchained melody. Paula se detuvo en seco cuando la reconoció y tiró de la manga de Pedro.

—Me encanta esta canción —le dijo.

—¿Te apetece que entremos?

Ella dudó un instante, mientras se dejaba llevar por la música.

—Podríamos bailar un rato... —propuso él.

—No. Me sentiría rara con toda esa gente mirándonos —contestó Paula al cabo de un momento—. Además, tampoco hay sitio.

Las calles estaban desiertas de tráfico y de peatones. Una sola luz, en lo alto de una farola, parpadeaba e iluminaba la esquina de asfalto. Junto a la música, del bar salían también los murmullos de las conversaciones. Paula se alejó un paso de la puerta del local. A sus espaldas seguía sonando la canción cuando Pedro  se detuvo. Ella lo miró con extrañeza.

Sin decir una palabra, él la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí. Con una sonrisa cautivadora le cogió la mano, se la llevó a los labios, la besó y se la soltó. Dándose cuenta de lo que Pedro pretendía, y sin apenas dar crédito a la situación, Paula dió un paso adelante y se dejó llevar.

Durante un breve instante, los dos se sintieron incómodos, pero la melodía seguía sonando y la torpeza se desvaneció. Al cabo de unos pasos, Paula cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el hombro de él. Pedro le acarició la espalda, y todo lo que ella pudo oír fue su respiración mientras trazaban lentos círculos y se mecían al son de la melodía. De repente, a Paula no le importó si alguien miraba o no. Excepto el cálido contacto del cuerpo de Pedro  apretado contra el suyo, el resto carecía de importancia. Bailaron y bailaron, abrazados el uno al otro, bajo la parpadeante luz de la farola, en la pequeña ciudad de Edenton.

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