domingo, 24 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 10

Pedro  buscó en su bolsillo y le entregó otro pañuelo.

—Toma, usa éste. Está limpio —dijo él mirando el elegante jersey negro de Paula—. Y no te preocupes, no encajas precisamente en la imagen de marimacho.

—Sí que lo era. Paso mucho tiempo en el gimnasio. Soy fuerte. ¿Quieres tocar mis músculos? —dijo ella levantando un brazo.

—Paso. Gracias —dijo él retrocediendo al momento.

Lo que él quería era tocar mucho más que sus músculos, y si empezaba no podría parar. Por el encuentro que habían tenido, no recordaba que hubiera nada duro en ella. Su cuerpo era suave y cálido y se adaptaba a él perfectamente.

No tenía sentido seguir por ese camino. Aun en el caso de que la atracción resultara mutua, el accidente siempre se interpondría entre ellos. El recuerdo de la tragedia era demasiado reciente para poder olvidarlo. Y parecía que ambos llevaban sobre sus espaldas una buena carga de culpa. Nada bueno para tener en común.

—Para tu información, soy bastante buena al baloncesto. Formamos un par de equipos en la embajada y jugamos al menos una vez al mes, para no olvidar nuestras raíces, ya sabes.

—¿La embajada? —dijo él como si fuera la primera vez que lo oía.

—Sí —dijo ella no sin orgullo—. Soy traductora de la embajada americana en París. Me gusta estar activa.

En el caso de que necesitara una razón más para no llevarla a la cima del Everest, ahí estaba. Puede que pareciera una desgraciada, sola en el mundo ahora que Delfina había muerto, pero había conocido a algunas personas de ésas que trabajan para una embajada y sabía que tendría más gente vigilándola de lo que se imaginaba.

Era hora de salir de allí. Hizo la pantomima de mirar el reloj y se sorprendió al ver que el tiempo había volado en compañía de Paula, más rápido de lo que le habría gustado.

—Se está haciendo tarde. Sería mejor que te acompañe al hotel —dijo, ante lo cual Paula respondió arqueando las cejas.

—No es necesario. Sé cuidar de mí misma.

—Sí es necesario. Puede que no te hayas dado cuenta de que ésta no es la zona más respetable de la ciudad. ¿Por qué crees que te dí  la bienvenida con un cuchillo?

Me han robado dos veces y pillé a los ladrones otra vez cuando se disponían a ello.

—En ese caso acepto la compañía —dijo Paula al tiempo que se ponía el anorak malva y se subía la cremallera hasta el cuello. A pesar de que sus curvas quedaban ocultas por una prenda de corte similar a la que llevaba Pedro, le resultaba difícil imaginársela como un chicazo. No, Paula era una mujer de verdad. Y la pena era que no volvería a verla.

Las calles carecían de iluminación casi por completo en aquella parte de la ciudad pero no iban a subir de nuevo a su habitación para buscar una linterna. Era demasiado peligroso. La sola idea de estar con ella en el minúsculo cuarto lo excitaba.

Estaba de suerte, sin embargo. Una luna casi llena brillaba en el cielo desprovisto de nubes.

—Agárrate a mi brazo. Es bastante incómodo caminar sobre estos adoquines — se ofreció Pedro dándose cuenta, al dejar que se acercara, de un aspecto masoquista de su personalidad no descubierto hasta el momento. Claro que él no decía que fuera inteligente. De haberlo sido, se habría despedido de ella en vez de invitarla a cenar. Menos mal que cuando la dejara en su hotel no volvería a verla.

—Pedro, no estoy dispuesta a rendirme tan pronto. Estoy segura de que si me dieras la oportunidad podría convencerte de que no seré una carga para tí. ¿Cuándo podemos vernos otra vez?

Y para su sorpresa, Pedro se escuchó diciendo:

—¿Comemos mañana?

La yegua de Shank era el principal medio de transporte en Namche Bazaar y, por una vez, Pedro se alegraba de ello. El paseo le había dado tiempo para pensar en la negativa que pensaba darle a Paula en cuanto la viera. Se mantendría inflexible. No iba a permitir que lo pillara por sorpresa por la hiperexcitación y que lo dejara, de nuevo, en evidencia.

El problema era que realmente le gustaba aquella mujer. Más que gustarle la deseaba. Paula  era algo a lo que no estaba acostumbrado. No podía recordar haber conocido antes a otra mujer tan endiabladamente intrigante.

Bastaba con recordar la forma en que se habían conocido. Las rudas presentaciones la habían hecho chillar de histeria. Su miembro se agitó al pensar en ello y sus labios se arquearon en una amarga sonrisa durante unos instantes.

—Demonios —dijo sacudiendo la cabeza pensando en el coraje que tenía aquella mujer.

Bromas aparte, no tenía intención de llevarla a la cima de la montaña. Ni remotamente. Nada de lo que Paula Chaves pudiera hacer lograría hacerlo cambiar de opinión. Había salido libre de cargos por el accidente. No tenía nada más que hacer al respecto.

Además, volver al campamento base con la hermana de Delfina no haría sino echar más leña al fuego.

Giró en una esquina y comenzó a subir una rampa inclinada. El hotel Cumbres estaba en la zona más alta de la ciudad y desde sus balcones se divisaba todo Namche Bazaar. Eso era lo que tenían los hoteles de cinco estrellas.

—Eh, Pedro… Pedro Alfonso.

Pedro se giró en redondo. Reconoció al momento la voz de Mario Serfontien y se detuvo para esperar a que lo alcanzara.

—¿Dónde has estado? Hay por ahí una mujer, no está nada mal. Quiere recuperar los cuerpos de los Martínez. Que Dios la ayude. Le dije que tú eras el único guía que estaría libre.

«Y supongo que le dijiste por qué».

—No pasa nada, amigo. Me ha encontrado.

Sonriendo, Mario le palmeó el hombro.

—Es una buena noticia. Tienes que volver al ruedo.

—No si puede pasarme otra vez. Aún pienso en ello —dijo Pedro sacudiendo la cabeza.

—Bla, bla, bla. Estás loco si no lo haces. Es guapa. Y el dinero no es problema para una Chaves.

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