Fue consciente de que se movía.
-¿Qué le vas a contar a Joaquín? -inquirió desde la puerta.
-¿Te importa? -vió que apretaba la mandíbula y que la expresión se le ensombrecía-. Le diré que... que tuviste que regresar a Grecia y que probablemente no volvamos a verte... Lo entenderá. Los niños se adaptan. En dos semanas se habrá olvidado de tí -ni notó la sombra que cruzó el rostro de Pedro. Ya estaba saltando a una vida sin él.
-Sí.
¡Ni siquiera lo miraba! Había entrado por esa puerta con champán y disculpas, y se marchaba con un montón de recuerdos. Se dijo que era lo mejor. Paula había sido una distracción placentera, pero nada más, y habría sido injusto para ella haber continuado durante más tiempo con lo que tenían. Al final, se volvió, recogió la chaqueta y se marchó cerrando la puerta casi sin hacer ruido.
Liberada de la tensión, Paula sintió que se quedaba floja como una muñeca de trapo. Al rato, oyó el ruido del motor del coche al alejarse de ella y de su vida. Entonces, y sólo entonces, aparecieron las lágrimas. Luego, después de que se hubieran secado, y sin haberse movido del sofá, contempló lo siguiente que debía hacer. Marcharse de Brighton. En ese momento todavía no se le notaba el embarazo, pero no sería igual en un par de meses, y no podía correr el riesgo de que la viera accidentalmente en caso de que fuera a visitar a Federico. Debía marcharse de Brighton como una ladrona en la noche y enfrentarse sola al embarazo. Otra vez. Apoyó la mano en el estómago y cerró los ojos. No tenía sentido sentir pena de sí misma. Debía continuar y lo haría como mejor pudiera.
-Vuelves a estar melancólica, Pau. Sabes que no te lo puedes permitir. Joaquín lo percibe y lo hace infeliz.
Paula miró a su madre y de alguna parte logró sacar una sonrisa. No sabía desde cuándo ésta llevaba el pelo bien peinado y cortado ni se vestía con un traje pantalón. Las últimas cuatro semanas habían sido una serie de revelaciones y actividades frenéticas, y todo porque al día siguiente de que Pedro se marchara de su vida para siempre, había alzado el teléfono y llamado a sus padres. Había esperado recibir vagas muestras de simpatía y una invitación por compromiso para ir a Australia en cuanto lograran asentarse y empezaran a ahorrar algo de dinero. Ése había sido siempre su estribillo. Pero había recibido un consejo claro y pragmático de su madre y la decisión inmediata de ir a Inglaterra para poder ayudar a su hija. , Eso había sido hacía tres semanas y media, tiempo durante el cual había vendido su casa de Brighton, acompañado a su madre a una búsqueda vigorosa de propiedad en Cornualles y recibido las palabras directas y sensatas de consuelo que ni en un millón de años habría esperado.
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