-Jamás he dicho que despreciara a esa clase de mujer -corrigió con irritación-. Dije que despreciaba a las mujeres que se dedicaban a atrapar a los hombres para que las mantuvieran.
-¿Cómo puedes pensar en pagarme todo? ¿Cuánto duraría? Tú debes saber que... bueno...
-Continúa.
La voz no era amable y Paula tragó saliva.
-Llevamos viéndonos casi dos meses -comenzó con titubeos-. Me gustaría saber hacia dónde ves que se encamina esta relación. Quiero decir, a largo plazo, por exponerlo de una manera.
-¿A largo plazo? -la miró detenidamente-. ¿Por eso tu estado de ánimo? ¿Te preocupa que pueda estar a punto de dejarte?
-Eres propenso al aburrimiento cuando se trata de mujeres. Tú mismo me lo has dicho.
-Tú no me aburres.
-Aún no, en todo caso -se miraron. Si la situación no fuera tan seria, hasta podría ser cómica.
-¿Qué quieres que diga, Paula?
-Quiero que me digas adonde crees que vamos. No es la pregunta más difícil del mundo.
-¿Y cómo voy a saber adonde vamos? ¡No tengo una bola de cristal!
-Sé sincero, yo no soy la clase de mujer que alguna vez hayas tenido en mente para una relación a largo plazo, ¿Verdad? -preguntó. Había pasado el momento de dar rodeos. Todas las preguntas que diplomáticamente había guardado, salían del escondite-. Soy una mujer que estuvo relacionada con tu hermano. Soy inglesa. Tengo un hijo de otra persona. Jamás podría representar una unión de dinastías, como aquella... aquella chica que te presentaron en la fiesta de tu abuelo en Santorini.
-No. Tienes razón. No eres la clase de mujer con la que haya contemplado casarme.
La contundencia de sus palabras cayó como veneno en el silencio entre los dos. Paula se preguntó qué había esperado. ¿Que le hablara cálidamente de compromiso? ¿Quizá que introdujera la palabra amor en la conversación?
Pedro observó cómo la derrota se asentaba en las facciones de ella como una sombra tangible. No supo por qué no había previsto esa situación. Debería haber sabido que, tarde o temprano, ella querría algo más de una relación que el simple placer de disfrutar del cuerpo del otro. «Es mejor así», pensó. Desde que la había conocido, había dejado de centrarse en lo único que valía la pena en el mundo; a saber, su trabajo. La tenía constantemente en la cabeza y no le había mentido al decirle que no era la clase de mujer con la que hubiera pensado casarse alguna vez. Ya tenía planeado mentalmente su eventual matrimonio. Con una mujer griega, probablemente con los mismos contactos amplios que su familia. Sí, podía llamarse una unión de dinastías. Sonaba frío pero sería práctico, y las cosas prácticas duraban. Miró el rostro dulce, en ese momento inescrutable, y se enfadó consigo mismo por la confusión y pánico agudos que sintió ante el pensamiento de no volver a verla, tocarla, estar con ella.
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