Genial. Pedro Alfonso sabía muy bien el efecto que ejercía en ella y estaba disfrutando como un loco.
—Supongo que esto te parecerá muy aislado —dijo, metiendo la llave en la cerradura como si quisiera matarla.
No podía ni imaginar lo que pasaría cuando estuvieran viviendo juntos. Para empezar, necesitaría varios juegos de llaves si iba a seguir tirándolos al suelo...
—¿Sigues queriendo que me eche atrás? —sonrió Pedro—. Pues siento desilusionarte, pero me gusta estar aislado, rodeado de ovejas...
—Las ovejas a veces son muy ruidosas —lo interrumpió ella, encendiendo la luz—. Como ves, no es muy grande...
—Eres una vendedora nata —rió Pedro, mirando hacia arriba—. ¿Qué hay en el segundo piso?
—El dormitorio —contestó Paula, incómoda.
No iba a funcionar. No iba a funcionar en absoluto. No podía estar en el mismo país que aquel hombre. ¿Cómo iba a convivir con él?
—Me gusta.
Ella abrió la boca para decir que había cambiado de opinión, pero no pudo decir nada.
—Aún no has visto la cocina —suspiró.
—No me digas... hay ratas y no tienes agua corriente —rió Pedro, mirando por la ventana—. Tiene una vista preciosa.
Paula apartó la mirada de aquellos hombros. Estaban tan cerca que podría tocarlos... Pero no quería tocarlos. No tenía intención de hacerlo.
—Desde el dormitorio se ve mejor.
¿Por qué? ¿Por qué decía esas cosas que no quería decir?
—Normalmente, no me preocupa demasiado lo que se vea desde el dormitorio.
Paula se puso colorada, pero intentó disimular.
—La cocina no es grande, pero tiene todo lo necesario.
Pedro entró tras ella. Ojalá no lo hubiera hecho. La cocina no era suficientemente grande para dos personas. Especialmente, si una de ellas era Pedro Alfonso.
—Este sitio es muy bonito. ¿Lo has arreglado tú misma?
—No. Lo hizo el carpintero del pueblo.
—Pues ha hecho un buen trabajo. No debe ser difícil alquilar este sitio. Está separado de la casa, independiente...
Paula esperaba que fuera así. Sinceramente, esperaba que fuera así. Vivir demasiado cerca de aquel hombre podría volverla loca.
—Mis padres nos regalaron la casa a mi hermana y a mí y decidimos arreglar el establo para alquilarlo.
—¿Tu hermana también vive aquí?
—Mi hermana murió.
Pedro se quedó en silencio durante unos segundos.
—Lo siento.
—No pasa nada. Ocurrió hace tiempo.
—¿Tuviste que reconstruir todo el establo? —preguntó entonces Pedro, cambiando de conversación.
—Completamente. Por eso tengo inquilinos, para pagar los gastos.
—¿Cuándo se fue el último?
Paula se apartó un rizo de la frente.
—Leticia se marchó el mes pasado. Le ofrecieron un trabajo en Londres y, como todo el mundo, huyó de Cumbria.
—Todo el mundo menos tú.
—A mí no me gustan las grandes ciudades. Desde que era joven me han gustado el campo y la montaña, así que este es mi sitio.
—¿Desde que eras joven? —repitió Pedro con una sonrisa—. ¿Qué eres ahora, una anciana?
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