¿Qué había querido decir con eso?, se preguntó Paula. No habría otro momento. No quería volver a verlo más. Pedro Alfonso la hacía sentirse frágil y vulnerable, hacía que sus emociones aflorasen a la superficie, emociones que llevaban mucho tiempo escondidas. Y con las que no quería enfrentarse. Ella tenía a Pablo, una vida tranquila... Y eso era lo que quería. ¿O no?
—Mamá, ¿Es verdad que le has salvado la vida a dos chicos?
—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Paula.
—El tío Matías—contestó la niña, metiendo la manita en el paquete de cereales.
—¡Valentina Chaves, eso es asqueroso! —exclamó su madre, quitándole los cereales—. Si tienes hambre, come una tostada.
—Las tostadas me dan asco —protestó la niña, abriendo mucho sus ojitos azules.
Paula respiró profundamente, recordándose a sí misma que la mesa no debería nunca ser un campo de batalla.
—Ayer sí te gustaban.
—Pues hoy no —replicó Pablo—. Bueno, me comeré una. Pero si me la haces en forma de casa. ¿Por qué no se murieron?
Con paciencia, Paula recortó la tostada en forma de casita con tejado.
—¿Quién?
—Los chicos —contestó Pablo—. El tío Matías le dijo a la abuela que habían tenido suerte de que tú pasaras por allí o se habrían muerto.
—No deberían haber estado paseando por la montaña sin un buen equipo —contestó su madre, llevando los platos al fregadero.
—¿Y por qué se iban a morir?
Paula apretó los dientes. Iba a tener que hablar seriamente con Matías.
—Porque hacía mucho frío, cariño. Pero ya están bien, así que olvídate del asunto y prepárate para ir al colegio.
—Agustina no se pone la chaqueta para salir al recreo. ¿Se va a morir de frío?
—No, tonta —rió Paula—. No es lo mismo. Esos chicos se habían caído a un barranco y en la montaña hace mucho más frío que aquí. Venga, ve a lavarte los dientes o llegaremos tarde.
Pablo salió corriendo de la cocina y Paula suspiró, aliviada. Tener una hija de cinco años a veces era una bendición, pero otras... Unos minutos después, detenía el coche frente a la casa de los Walcott.
—Buenos días —la saludó Marta.
—Hola, Marta. Muchas gracias por llevar a Valentina al colegio.
—No me cuesta nada. Venga, vete a trabajar. Y no olvides la fiesta de Halloween el sábado. ¿Vas a venir?
—Yo no puedo, pero mi madre llevará a la niña —contestó Paula.
Se sentía afortunada por tener una amiga que llevaba a Valentina al colegio para que ella pudiera ir a trabajar. Sus padres iban a buscarla por las tardes y se quedaban con ella hasta que salía de la clínica. Afortunadamente el director, Gabriel Carter, era un hombre comprensivo y, en general, todo funcionaba perfectamente, aunque le hubiera gustado pasar más tiempo con su hija. Una sensación de tristeza la envolvió entonces, pero Paula sacudió la cabeza. No tenía elección. Hacía lo que podía en sus circunstancias, sencillamente. Cuando entró en la clínica, se encontró con Gabriel.
—Buenos días. ¿Cómo está tu niña?
—Muy preguntona —sonrió Paula.
—Y cada día será peor.
—¡No me digas eso! —rió ella.
A punto de retirarse de la profesión, Gabriel Carter había establecido una clínica en Cumbria que todo el mundo admiraba. Sin él, nunca habría podido superar el trauma que había rodeado el nacimiento de Valentina.
—Hay una fiesta de Halloween el sábado y todos los niños están locos de alegría.
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