Llena de pereza, desde la cama miraba a Pedro vestirse. Le encantaba y lo detestaba al mismo tiempo, porque marcaba el final del fin de semana, y eso la acercaba a perderlo. Todavía le costaba creer que se hallara en la posición en la que se encontraba en ese momento, esclava de un amante que no la amaba, adicta a su personalidad con una compulsión que no era recíproca y aterrada por la inevitable pérdida. Ni una sola vez en las últimas semanas le había susurrado una palabra cariñosa. Ni siquiera dominado por la pasión. Disfrutaba con ella y así se lo decía, pero, ¿Amor...? No. Aunque ya no la viera como una cazafortunas, en el fondo de su mente seguía siendo la mujer que había estado dispuesta a vender los principios propios y personales por el bien de la seguridad financiera y emocional. Había utilizado a su hermano, lo quisiera reconocer o no, y por ello no tenía dudas en utilizarla a ella. Era la peor de todas las situaciones posibles, pero aun así Paula lo aceptaba, porque no podía evitarlo. Pedro viajaba para verla los viernes, a veces los sábados, y siempre se marchaba los domingos por la noche, después de que Joaquín se hubiera ido a la cama. Ya estuviera en Atenas o, con más frecuencia, en Londres, realizaba el viaje. Pero todo era por sexo. Al menos para Pedro. Ni siquiera estaba segura de que a él le gustara eso, por la debilidad que representaba. Había ocasiones en las que haciendo el amor se hallaban ante el abismo, cuando decía que Paula era su pequeña bruja, y ella era tristemente consciente de que no lo manifestaba como un cumplido. Pero ahí estaba, amándolo más con cada fin de semana que pasaba, a sabiendas de que era una tonta. Puede que no estuviera casado como había sucedido con Rodrigo, pero era igual de peligroso para su salud.
-Estás muy pensativa -comentó sin volverse, mientras se ponía los pantalones y la camisa-. ¿En qué piensas?
«En nosotros y hacia dónde vamos», quiso responder. «En lo que va a ser de mí cuando te aburras y decidas seguir adelante. ¿Me lo harás saber o, simplemente, dejarás de aparecer? Después de todo, una mujer carente de ética moral no merece la dignidad de una despedida, ¿Verdad?»
-Oh, en nada. Supongo que en el trabajo de mañana. Odio los lunes.
-Siempre podrías dejarlo -se volvió para mirarla mientras seguía abotonándose la camisa.
-Oh, sí. Qué buena idea. Puedo dejarlo y dedicar mi tiempo esperando que el dinero comience a crecer de los árboles -rió, pero él no la imitó-. Bromeas, ¿Verdad? -sintió que los ojos le recorrían el cuerpo desnudo.
Le gustaba mirarla cuando se vestía y había descubierto que también a ella le gustaba esa sensación licenciosa de que él estuviera totalmente vestido y ella no llevara puesto nada.
-Soy rico -se encogió de hombros, pero sus ojos se mantuvieron atentos y penetrantes-. Puedo permitirme el lujo de mantenerte.
Paula trató de no reflejar que se sentía como si acabaran de darle una bofetada.
-Quieres decir que puedes permitirte el lujo de comprarme.
-No necesito comprarte, Paula. Ya eres mía.
-Dios, Pedro-se puso de costado y se cubrió con la colcha-. A veces me sorprendes -contuvo las lágrimas.
-Sólo expongo un hecho -rodeó la cama y se sentó junto a ella, inmovilizándole la cara cuando quiso girarla-. Al llegar el fin de semana, estás agotada. ¿Qué hay de malo en que un hombre quiera hacer algo para aliviar la extenuación de su amante? Para mí es perfectamente lógico.
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