viernes, 12 de enero de 2018

Lo Inesperado: Capítulo 3

—¿Cómo se atreve a hacer esa clase de juicio? ¡Ni siquiera sabe si soy rubia!

El hombre miró el gorro de lana, que ocultaba por completo su pelo.

 —Es  verdad  —asintió,  sonriendo—. Pero  yo  sé  mucho  de  rubias.  Sólo las rubias  tienen los ojos de color violeta.

Que sabía mucho de rubias... Lo que una tenía que oír.

 —¿Y por ser rubia  soy  tonta?  Es usted el  tipo más  machista  y más  ridículo  que  he  conocido en mi vida.

 —A mí también me gusta usted —sonrió él, mirando hacia el barranco.

—Mire,  conozco  bien  esta  montaña  y  puedo  ayudarlo. Se  lo  aseguro  —dijo  Paula, intentando tener paciencia.

—Mide usted un metro cincuenta y debe pesar cuarenta kilos. ¿De dónde va a sacar fuerza para subir a esos chicos?

—No hacen falta músculos para rescatar a alguien.

—¿No? ¿Y si alguno de ellos se ha roto una pierna y hay que subirlo a peso?

Paula tuvo que contar hasta diez. Y luego hasta veinte.

—Podría ayudarlo, pero si no quiere, es su problema. En cualquier caso, alguien tiene que ir a buscar al equipo de rescate y lo haré yo.

El extraño volvió a sonreír.

—Por encima de mi cadáver.

Paula apretó los dientes. La idea era muy atractiva.

—Este no es el mejor sitio para bajar con una cuerda.

—¿Va a decirme cómo hacerlo? —preguntó él, irónico.

—Sí—contestó Paula.

 —Pues dígame.

Algo le decía que aquel cavernícola conseguiría bajar por muy difícil que fuera. Pero él no conocía el terreno tan bien como ella y sería estúpido intentarlo en aquella zona.

—No  puede  bajar  por  ahí.  Hay  una  cascada  de  seis  metros  y  no  podrá  agarrarse  a  nada.

Él la estudió en silencio durante unos segundos.

—¿Ha bajado usted alguna vez?

—Pues sí. ¿Lo sorprende? Y mi pelo rubio no me dio ningún problema.

 —¿Es montañera? —insistió el extraño.

Paula parpadeó varias veces, haciéndose la tonta.

—Sí. Y si me concentro mucho, incluso puedo leer y escribir.

—Vale, vale. Puede que me haya equivocado...

—¿En  serio?  Mire,  ya me he hartado de sus comentarios  —lo interrumpió  ella  entonces—. Para su información, mido un metro sesenta y cinco, soy una mujer muy fuerte y puedo bajar a pedir ayuda sin torcerme un tobillo —añadió. Sin esperar una respuesta,   Paula se  dió  la  vuelta  y  señaló  unas  piedras  plana —. Enganche  ahí  la  cuerda.

El hombre la miró de arriba abajo.

—¿Es usted hija única?

—¿Perdón? —preguntó ella, sorprendida.

—Seguro que es hija única.

—¿Por qué dice eso?

—Porque, después de tener una hija como usted, ninguna madre querría arriesgarse —bromeó el extraño—. O es hija única o es la pequeña.

 Paula soltó una carcajada. A su pesar.

—Soy la pequeña. ¿Quiere que baje con usted?

—¿Lleva casco?

—No.

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