viernes, 12 de enero de 2018

Lo Inesperado: Capítulo 4

—Entonces,  se queda aquí.  Si está segura de que no va a perderse, supongo  que  puede bajar a buscar ayuda.

—¿Perderme? Su opinión sobre las mujeres es ridícula. ¿Por qué piensa de esa forma tan anticuada?

—¿Por qué? Podría darle una lista de razones —sonrió él.

Paula decidió no replicar al  tonto  comentario. Discutir  con  aquel  hombre  era  una  pérdida de tiempo.

—Sabe que no hay que mover a un herido a menos que sea absolutamente necesario, ¿Verdad? —preguntó, cambiando de tema.

—¿También quiere darme una lección de primeros auxilios?

—Soy médico —suspiró Paula, impaciente.

—¿Médico?

—¿Qué pasa? ¿No cree que las mujeres puedan ser médicos?

—Yo no he dicho eso.

No, era cierto. Y, a juzgar por el brillo de sus ojos, empezaba a pensar que la estaba tomando el pelo.

—¿Lo ayudo con la cuerda?

—No,  gracias —sonrió  él—. Por  cierto, yo  también soy  médico, así  que  puede  estar  tranquila.

¿Tranquila?  ¿Cómo  iba  a  estar  tranquila  con  un  hombre que,  más  que  un  médico, parecía un actor de cine? Paula lo observó atarse la cuerda alrededor de la cintura y sujetarla a unas ramas.

—¿Seguro que puede hacerlo solo?

—Sí. Lo he hecho muchas veces.

—Tenga cuidado. Es una bajada difícil.

—Lo tendré —murmuró el extraño, mirándola a los ojos—. ¿Seguro que puede bajar sola? La verdad es que no me hace mucha gracia...

—Hágame  un  favor.  Baje de una vez  —lo  interrumpió  ella. 

¿Por qué  lo  encontraba  tan   atractivo?   Si  se  pusiera  un  taparrabos, sería  el  perfecto   retrato de  un  cavernícola—. ¿Tiene prejuicios con todas las mujeres o sólo con las rubias?

Él  sonrió  de  tal  forma  que  su  indignación  se  derritió  tan  rápido  como  un  helado  en  un microondas.

—No me malinterprete. Siempre me han gustado las rubias. En su sitio, claro.

—No me lo diga. Y su sitio es atadas al fregadero, ¿Verdad?

—Oh, no. Si usted fuera mía, no perdería el tiempo en la cocina —sonrió él, perverso.

Si fuera suya...Paula miró los ojos oscuros, sorprendida. Pero ella no era suya. Y no tenía intención de serlo.  Ella tenía a  Pablo.  La  vida no  era  muy  emocionante,  pero  sí  tranquila  y  apacible.

—Un comentario muy original —replicó, intentando disimular su turbación.

—No  se  enfade.  Enviar  a  una  mujer  sola  por  esta  montaña  ofende  mi  sentido  de  la  caballerosidad. Aunque sea una mujer muy valiente.

—Pues la caballerosidad no va a salvar a esos chicos —dijo ella, acariciando la cabeza de su perro—. Esperaré hasta que baje.

 Él  asintió  con  la  cabeza  y  Paula intentó  no  parecer  impresionada  cuando  lo  vio  bajar  como  un  profesional.  Sin  duda  sabía  lo  que  hacía. Y,  sin  duda,  habría  sufrido  un  infarto  si  la  hubiera  visto  bajar  a  ella  cuando  era  pequeña. Unos  minutos  después, oyó voces en el fondo del barranco.

—¡Ya los tengo! Uno de ellos tiene la clavícula fracturada y el otro, un par de costillas rotas. Vaya a buscar al equipo de rescate, pero tenga cuidado.

—De acuerdo —gritó Paula.

 Después empezó a bajar por el camino, intentando ver entre la niebla. ¿Llegarían a tiempo para salvar a esos chicos?

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