En ese momento, alguien llamó a la puerta. Era Pedro.
—He terminado por hoy. Si no te importa, iré a ver tu casa más tarde.
Paula asintió con la cabeza. Necesitaba el dinero del alquiler porque, a pesar de su sueldo como médico, tenía muchos gastos.
—Vivo en Ambleside, pasado el cruce de Kirkstone —dijo, anotando su dirección—. Estaré en casa a las cinco y media.
—Estupendo. ¿Va todo bien? Pareces preocupada.
—No. Es una paciente...
Para su consternación, Pedro se sentó en la silla que había frente a su escritorio.
—¿Quieres hablar de ello?
¿Hablar de ello? ¿Con él?
—No hay nada que decir —contestó. Pero después lo pensó mejor. Quizá una segunda opinión la ayudaría—. Bueno, la verdad es que tengo la sensación de que quiere decirme algo, pero no se atreve. Lleva un par de meses viniendo con tos, indigestiones, cosas así, pero estoy segura de que hay algo más.
—Podría ser depresión —murmuró Pedro.
—No lo creo.
—¿Tiene problemas familiares?
—Es posible... No lo sé. Quizá lo estoy imaginando y no le pasa nada en absoluto.
—En mi experiencia, lo mejor es fiarse del instinto. Si tu instinto te dice que pasa algo, seguramente pasa algo. ¿Por qué no lo averiguas?
—¿Cómo? No puedo obligarla a que me cuente nada.
—Desde luego, pero podrías sugerirle que fuera al psicólogo.
—Beatríz podría tomarse esa sugerencia como un insulto. No todo el mundo entiende que el psicólogo es un médico como los demás.
Pedro la miró a los ojos y su corazón se aceleró.
—Tienes razón. Nos veremos más tarde —dijo, levantándose.
Paula lo observó salir de su consulta, nerviosa. Quizá no había hecho bien aceptándolo como inquilino. Llevaba demasiado tiempo alejada de los hombres y se le había olvidado lo que era estar cerca de uno. ¿Cómo iba a relacionarse con él? ¿Podría hacer su vida como si Pedro no estuviera viviendo a su lado?Apenas se verían, pensó. Ni siquiera sabría que estaba en su casa. Un nuevo paciente llamó a la puerta y ella hizo un esfuerzo para olvidarse de aquellos ojos, de la sonrisa indolente...La tarde pasó rápidamente y cuando miró su reloj, comprobó que eran las cinco y cuarto.
—¿Algún paciente esperando, Carla? —preguntó a la enfermera.
—No. Puedes irte con tu niña —sonrió la joven.
Mientras conducía hacia su casa, observando las montañas recortadas en el horizonte, se preguntó si Pedro habría encontrado el camino. Lo había hecho. Las luces del establo iluminaban la moto y la figura que había a su lado. Por supuesto, Pedro Alfonso tenía que conducir una moto. Paula observó la chaqueta de cuero negro que parecía abrazar sus anchos hombros. ¿Por qué tenía que ser tan masculino? ¿Por qué no era una birria de hombre?
—Hola —la saludó Pedro con una sonrisa.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su agitación. El negro lo hacía parecer un bandido, alto, moreno y muy, muy peligroso. Por la mañana estaba recién afeitado, pero en aquel momento tenía sombra de barba. Demasiadas hormonas masculinas.
—Siento llegar tarde. Es que he tenido muchos pacientes.
—No me importa esperarte —dijo él, colocándose el casco bajo el brazo.
Paula sacó las llaves para abrir la puerta, pero estaba tan nerviosa que se le cayeron al suelo. Estupendo. Disimulaba de maravilla. Maldiciendo en voz baja, se inclinó para tomarlas y vio con el rabillo del ojo el brillo irónico en los ojos del hombre.
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