Paula estaba helada. La noche anterior, sentada frente a la chimenea, un paseo por la montaña le había parecido una gran idea. Solitario. Vigorizante. Bueno para su alma. Algo para lo que ya apenas tenía tiempo. El parte meteorológico había anunciado una temperatura agradable... ¿Cómo podíaequivocarse tanto? Si alguna vez ella hacía un diagnóstico tan desacertado, la demandarían inmediatamente, pensó, cubriéndose las orejas con el gorro de lana. Resignada, se metió dos dedos en la boca para lanzar un silbido y esperó hasta que una bola de pelo apareció entre la niebla y paró frente a ella, moviendo alegremente la cola.
—No sé por qué estás tan contento, yo estoy a punto de congelarme. Venga, vámonos a casa —dijo, acariciando al animal. Pero al darse la vuelta, algo la dejó paralizada. Su perro lanzó un gruñido—. ¿Tú también has oído eso?
Paula aguzó el oído, pero no escuchó nada. Sólo el viento, que ululaba con fuerza. ¿Había sido el viento o un grito de ayuda? Aunque era arriesgado, decidió subir para comprobarlo. Cuando llegó al punto más alto del camino, se dejó caer de rodillas sobre el borde del barranco y miró hacia abajo.
—¿Está loca?
—Pero oiga...
Alguien la tomó por los hombros para echarla hacia atrás, dejándola tumbada en el suelo. Cuando abrió los ojos, Paula se encontró con un par de largas y fuertes piernas masculinas. Parpadeando, vió una chaqueta oscura, un mentón cuadrado y un par de ojos negros que relampagueaban, furiosos. ¿Furiosos con quién? ¿Con ella? Con el corazón acelerado, se levantó sin aceptar la mano que el extraño le ofrecía.
—¿Qué demonios estaba haciendo?
—¿Usted qué cree? —replicó Paula, indignada.
—¿Pensaba suicidarse?
—¡No diga tonterías! Me había parecido oír un grito.
—¿Y pensaba tirarse de cabeza para investigar?
—No iba a caerme...
El hombre la tomó por la muñeca y la acercó al barranco.
—¿Ve eso? Si hubiera dado un paso más, estaría con ellos en el fondo.
Paula soltó su mano de un tirón.
—Mire, yo sé bien lo que hago... Un momento, ha dicho «ellos». Entonces, ¿Usted también lo ha oído?
—Sí. Hay dos chicos ahí abajo. Estaban escalando.
—¿Escalando en esta época del año? Cuando llueve, esta montaña es muy peligrosa —dijo Paula, incrédula.
El hombre se quitó una mochila que llevaba a la espalda.
—Son unos críos. Probablemente, no sabían lo que estaban haciendo.
—Pues tendremos que ir a buscar ayuda.
—Desde luego —murmuró el hombre, mirándola de arriba abajo.
Paula apartó la mirada, incómoda. En los ojos de aquel hombre había algo que la hacía sentir como una adolescente. Y ella no era una adolescente; era una mujer de veintiocho años, médico de profesión. El extraño tenía unos ojos preciosos. Ojos oscuros de hombre. Unos ojos en los que cualquiera podría perderse.
—Tenemos que llamar al equipo de rescate, pero no he traído mi móvil.
—Yo sí, pero no hay cobertura. Lo mejor será que baje usted a buscar un teléfono.
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