lunes, 30 de marzo de 2020

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 69

Paula se fijó en la pila de regalos y sonrió.

—Parece que los niños van a tener una Navidad fantástica.

—La señora Michaels se encargó de comprar varios de los regalos, aunque yo compré algunos por Internet. ¿Por dónde empezamos?

—Supongo que será mejor ponernos a ello. Puedo hacerlo yo, si tú tienes otra cosa que hacer.

¿Quería que se marchara? Por un instante estuvo tentado de hacer justo eso, escapar y meterse en otra habitación. Pero eso no solo resultaría grosero, sino que además sería una cobardía.

—No. Hagámoslo. Si lo hacemos juntos, no tardaremos mucho. Puede que tengas que supervisarme un poco.

—Seguro que habrás envuelto algún regalo en tu vida.

Recordó vagamente haber envuelto un regalo para sus abuelos aquella primera Navidad después de que le acogieran. Era un bote para lápices cubierto de macarrones que había fabricado en la escuela. Su abuelo ni siquiera lo había abierto. Había puesto alguna excusa para dejarlo para más tarde. Esa misma noche, al sacar una bolsa llena de papel de regalo usado, había visto el bote en el cubo de la basura, aún sin abrir.

—Puede que lo hiciera cuando era niño. Dudo que mis habilidades hayan mejorado desde entonces.

—¿Cómo puede un hombre llegar a tener treinta y tantos y no saber envolver un regalo?

—Confío en dos inventos realmente útiles. Puede que hayas oído hablar de ellos. El servicio de envoltura de las tiendas y la maravillosa bolsa de regalo.

Ella se carcajeó y Pedro se quedó hechizado con aquel sonido.

—Te propongo una cosa. Yo me encargo de los regalos con formas raras y tú te quedas con las cosas fáciles. Los libros, DVDs y demás formas básicas. Es pan comido. Deja que te lo demuestre.

Durante los minutos siguientes, Pedro tuvo que soportar la tortura de tenerla de pie a su lado, inclinada sobre la mesa.

—El truco de un regalo bien envuelto es asegurarse de tener la cantidad justa de papel. Si es demasiado grande, te sobrará papel. Si es demasiado pequeño, el regalo se verá.

—Tiene sentido —murmuró él.

Era muy consciente de su cuerpo junto a él, pero debajo del deseo físico había algo más profundo, una ternura que le aterrorizaba.

—De acuerdo, después de haber medido el papel, dejando entre dos y cuatro centímetros por todos los lados, subes los lados, uno por encima del otro, y los pegas con cinta adhesiva. Genial. Ahora dobla los bordes de arriba y de abajo en diagonal así… —se lo demostró— y los pegas también. Mejor si usas trozos pequeños de cinta. ¿Lo ves?

En aquel momento habría dicho que sí a cualquier cosa. Olía deliciosamente y solo quería sentarla en su regazo y olerle el cuello durante horas.

—Sí. Claro.

—Después puedes usar cinta para rodear el paquete o pegarle un lazo. ¿No queda genial? ¿Crees que puedes hacerlo solo ahora?

Pedro se quedó mirando el regalo.

—En realidad no —admitió.

—¿Qué parte no has entendido? —preguntó ella con el ceño fruncido—. Me parece que ha sido una demostración estupenda.

—Probablemente. Pero solo he oído la mitad. Estaba demasiado ocupado recordando que tu boca sabe a fresas.

Paula se quedó mirándolo durante unos segundos y después se sentó en una silla situada al otro lado de la mesa.

—Por favor, para —dijo en voz baja.

—Me gustaría. Créeme.

—Hablo en serio. No puedo soportar esto. No es justo. Flirteas conmigo y después me apartas. Por favor. Decídete, por el amor de Dios. No sé qué deseas de mí.

—Yo tampoco —admitió él—. Creo que ese es el problema. No paro de decirme que no puedo tener nada más que amistad en este momento. Entonces apareces tú y hueles muy bien, y nos traes la cena. Y para colmo eres preciosa y no puedo dejar de pensar en besarte de nuevo, en tenerte entre mis brazos.

Ella se quedó mirándolo con los ojos desencajados. Pedro vió en esos ojos algo frágil. Era una mujer vulnerable. Él no era psicólogo, pero tenía la impresión de que se escondía en el rancho porque solo veía debilidad y miedo en ella misma. Veía a una chica de dieciséis años escondiéndose de los asesinos de sus padres. No se veía como una mujer fuerte, poderosa y deseable. Podía hacerle daño, y eso era lo último que deseaba hacer.

—Lo siento. Perdona lo que he dicho. Será mejor que envolvamos los regalos para que puedas volver a casa y dormir un poco.

Tras quedarse mirándolo unos segundos más con aquellos ojos verdes tan abiertos, Paula asintió.

—Sí. No querría estar aquí abajo envolviendo regalos si uno de los niños se despierta y baja a beber agua o algo.

Pedro se entretuvo envolviendo un libro para Valentina. No quedó mal, aunque no tan bien como los regalos de Paula. Tras varios minutos trabajando en silencio, decidió que necesitaba algo como defensa entre ellos.

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