lunes, 9 de marzo de 2020

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 24

El teléfono volvió a sonar y, cuando miró el reloj, vió que eran las tres de la mañana. Nadie llamaba a esa hora a no ser que fuese una emergencia.

—¿Diga? —preguntó al descolgar.

—No debería haber llamado. Lo siento —oír a Paula Chaves hablar después de haberla oído en sus sueños resultaba tan desconcertante que por un momento no logró procesar el cambio—. ¿Hola? ¿Estás ahí? —preguntó ella.

—Estoy aquí. Lo siento —sacó las piernas de la cama y alcanzó los vaqueros que había dejado allí la noche anterior—. ¿Qué sucede? ¿Luca?

—Sí. Algo va mal. No habría llamado, pero… Creo que no está bien. Le cuesta respirar. Creí que sería una infección, pero no tiene fiebre ni nada. Le he levantado las vendas, pero parecía todo limpio.

Pedro dió un gruñido, encendió la luz de la mesita y se frotó la cara para borrar los últimos recuerdos de ese maldito sueño.

—Dame cinco minutos.

—¿Hay algo que yo pueda hacer para que no tengas que venir aquí?

—Probablemente no. Cinco minutos.

Mientras se ponía una camiseta y la chaqueta, se le pasaron por la cabeza un sinfín de posibilidades, y pocas con un resultado positivo. Le dejó una nota a la señora Michaels y la pegó en su puerta, aunque su ama de llaves ya estuviera acostumbrada a que tuviera que salir en mitad de la noche. La nieve brillaba ligeramente con la luz de los faros mientras conducía hacia la casa principal del rancho. Vió luz en la cocina y aparcó todo lo cerca que pudo de la puerta lateral. Después corrió hacia allí con su kit de emergencias en la mano. Ni siquiera tuvo que llamar a la puerta antes de que ella la abriera. Tenía el pelo revuelto y los ojos desencajados por la preocupación.

—Gracias por venir tan deprisa. No quería llamarte, pero no sabía qué otra cosa hacer.

—No pasa nada. Ya estoy aquí. Vamos a ver qué pasa.

Obviamente el perro estaba mal, respiraba deprisa y con dificultad. Tenía las encías y los labios azules, y Pedro se apresuró a sacar su máscara de oxígeno antes de ajustársela alrededor de la boca y el hocico.

—Ha empeorado desde que te he llamado. No sé qué hacer.

Le pasó la mano al perro por el pecho y supo de inmediato cuál era el problema. Oyó el silbido de aire en el interior de la cavidad torácica y blasfemó.

—¿Qué sucede?

—Neumotórax traumático. Tiene aire atrapado en la cavidad torácica. Vamos a tener que sacárselo. Tengo dos opciones. Puedo llevarlo a la clínica y hacerle una radiografía primero, o puedo seguir mi instinto. Noto el problema. Puedo intentar extraerle el aire con una aguja y una jeringuilla, lo que le ayudará a respirar. Tú decides.

Paula hizo una pausa durante unos segundos y después asintió.

—Confío en tí. Si crees que puedes hacerlo aquí, adelante.

Pedro buscó en su bolsa los instrumentos que iba a necesitar y después volvió a arrodillarse junto al perro.

—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó ella.

—Intenta calmarle lo mejor que puedas y mantenlo sujeto.

Los minutos siguientes fueron como una nebulosa. Supo que ella hablaba con suavidad, notó sus manos fuertes y capaces junto a él mientras sujetaba al perro con firmeza. Escuchó con el estetoscopio hasta lograr aislar el neumotórax. El resto fue rápido y eficiente: limpió la zona, insertó la aguja en el punto justo, extrajo el aire y volvió a escuchar con el estetoscopio. Aquel era uno de esos tratamientos que era efectivo casi al instante. Incluso milagroso. El perro ya respiraba mejor, más despacio, y había dejado de temblar. A los pocos segundos, se había calmado considerablemente. Satisfecho, Pedro le quitó la máscara de oxígeno y guardó la jeringuilla en el paquete para tirarla después en la clínica.

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