lunes, 16 de marzo de 2020

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 40

Pedro levantó la cabeza en ese instante y la pilló mirando. Sus miradas se encontraron durante unos segundos mientras los demás seguían hablando a su alrededor. Entonces Federico le hizo otra pregunta, él apartó la mirada y rompió el contacto.

—Me encanta el cuadro que hay colgado sobre la chimenea —comentó Pedro en un momento en el que cesaron todas las conversaciones—. Veo que el apellido del artista es Chaves. ¿Algún pariente?

El resto de la mesa quedó en silencio, incluso los niños. Nadie parecía dispuesto a responderle, salvo Federico.

—Sí —contestó al fin su hermano mayor—. Es un pariente. Era nuestra madre.

Pedro miró a su alrededor y debió de darse cuenta del cambio en el estado de ánimo.

—Admito que no sé mucho de arte, pero me gusta mucho ese cuadro. No sé si son los caballos del primer plano o las montañas o las cortinas de la ventana de la cabaña, pero, siempre que apartó la mirada de él unos segundos, algo me hace mirar de nuevo. Eso es auténtico talento.

—Era brillante —murmuró Paula.

Pedro la miró y ella vió una compasión inesperada en sus ojos. Eso hizo que se sintiera más culpable. No se merecía su compasión, no después de las cosas que había dicho sobre él.

—Robaron varios de sus cuadros hace once años —dijo David—. Desde entonces, hemos hecho lo posible por recuperar lo que podamos. Hemos contratado investigadores para que los localicen. Este lo encontraron hace unos tres años en una galería de la zona de Sonoma, en California.

—Siempre fue el favorito de Paula —intervino Federico—. Encontrarlo de nuevo fue como un milagro.

Aquello hizo que todos volvieran a mirarla. ¿Acaso nadie además de Laura y Brenda palpaba la tensión en la habitación? Le parecía que no. Para su tranquilidad, Laura intervino y desvió la atención.

—Bueno, doctor Alfonso, sus hijos y usted van a venir a dar un paseo en trineo después de cenar, ¿Verdad?

—¡Paseo en trineo! —exclamó Franco, y Agustín y él chocaron los cinco para mostrar su entusiasmo.

—No sé —comentó Pedro—. Siento que ya los hemos invadido bastante.

—Oh, tienen que venir —exclamó Abril.

—¡Sí! —agregó Gabi—. ¡Va a ser asombroso! Cantaremos villancicos y tomaremos chocolate caliente. ¡Por favor, vengan con nosotros!

—No iremos lejos —prometió Federico—. Solo unos tres kilómetros por el cañón. No creo que tardemos más de una hora.

—Resistirse es inútil —dijo Iván con una sonrisa—. Será mejor que te rindas.

Pedro se rió.

—En ese caso, de acuerdo.

Los niños gritaron entusiasmados. Paula deseó poder compartir ese entusiasmo. Lo único positivo del asunto era que, con la presencia de Pedro,  probablemente ya no fuese necesario que ella les acompañase. Federico ya no podría decir que no tenían suficientes adultos. Se inventaría alguna excusa para quedarse en casa y dejaría que el resto disfrutara de toda la alegría navideña. Aun así tendría que pensar en una manera de disculparse con él, pero en aquel momento aceptaría cualquier indulto que pudiera encontrar, aunque fuera temporal.

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