miércoles, 4 de marzo de 2020

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 14

—Pero a mí me gusta estar en el hotel. Podemos jugar con Agustín y con Sofía, y siempre hay alguien que nos hace el desayuno. Es como Elisa en el Plaza.

Pedro tragó saliva para no reírse, porque a su hija no le haría gracia. Aun así, por muy encantador que fuese el hotel Cold Creek, no se parecía en nada al gran hotel de Nueva York que aparecía en los libros que tanto le gustaban a Valentina.

—Ha sido divertido —admitió él—, ¿Pero no te gustaría tener un poco más de espacio para jugar?

—¿En medio de ninguna parte con un puñado de vacas y de caballos? No. La verdad es que no.

Pedro suspiró ante la actitud condescendiente de Valentina. Sabía de dónde le venía: de sus abuelos maternos. A su hija no le gustaba separarse de los padres de su difunta esposa. Quería a los Marshall e intentaba pasar con ellos todo el tiempo que podía. Durante los dos últimos años, desde la muerte de Nadia, Roberto y Margarita le habían llenado a  Valentina la cabeza de quejas sutiles y de insinuaciones para debilitar la relación con su padre. Los Marshall no querían otra cosa que quedarse con la custodia de sus hijos, fuera como fuese. Gran parte era culpa suya. Tras la muerte de Nadia, se había quedado demasiado consumido por la pena como para darse cuenta de las fisuras que estaban creando en su relación con sus hijos. Había empezado a darse cuenta hacía seis meses. Después de quedarse a dormir con los abuelos, Franco se había negado a darle un abrazo. Había tardado varios días, pero al final el niño había confesado entre lágrimas que la abuela Marshall le había dicho que él mataba perros y gatos que nadie quería; una acusación completamente injusta porque, en esa época, él trabajaba en un refugio en el que no sacrificaban animales. Desde entonces había querido distanciarse, pero los Marshall no cejaban en su empeño de separarlos, e incluso habían recurrido a los tribunales para pedir el derecho a ver a sus nietos con regularidad. Sabía que no podría mantenerlos separados para siempre, pero había decidido que su prioridad debía ser reforzar el vínculo con sus hijos. Al final la única solución había sido instalarse en otra parte para que el contacto entre ellos resultase más difícil.

—Solo serán unas pocas semanas, hasta que nuestra casa esté terminada —le dijo a Valentina—. ¿No echas de menos las deliciosas cenas de la señora Michaels?

—Yo sí —opinó Franco desde su asiento, junto a su hermana—. Me encantan sus macarrones con queso.

A Pedro se le hizo la boca agua al pensar en la cebolla caramelizada que el ama de llaves esparcía sobre los macarrones con queso.

—Si nos mudamos a esta nueva casa, será lo primero que le pida que haga —le prometió a su hijo, que le recompensó con una enorme sonrisa.

—No ha estado tan mal salir a cenar a la cafetería o calentar cosas en el microondas de la habitación —insistió Valentina—. A mí no me ha importado en absoluto.

—¿Y qué me dices de la Navidad? ¿De verdad quieres pasar la Nochebuena en el hotel, donde no tenemos ni siquiera árbol?

Su hija no respondió de inmediato, y era evidente que estaba intentando pensar en algo con lo que contraatacar. Él siguió hablando antes de que le diese tiempo.

—Vamos a probarlo. Si lo odiamos, podremos pasar las fiestas en el hotel. Con suerte, nuestra nueva casa estará lista a principios de enero.

—¿Tendré que ir en autobús a la escuela la última semana de clases antes de las vacaciones de Navidad?

Pedro no había pensado en eso. Suponía que debería haber tenido en cuenta la logística antes de considerar esa opción.

—Puedes hacerlo si quieres. O podemos intentar cuadrar nuestros horarios para que pueda llevaros a clase de camino a la clínica.

—Yo no quiero ir en autobús. Seguro que es asqueroso.

Ese era otro de los regalos de los padres de su difunta esposa. Margarita Marshall había hecho lo posible por convertir a su hija en una paranoica con fobia a los gérmenes.

—Siempre puedes usar jabón antiséptico.

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