lunes, 11 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 10

¿Sentimientos? ¿No era esa cosa molesta de la que había huido durante toda su vida? Empezando por una infancia desastrosa, sin ponis ni fiestas de cumpleaños, y terminando con una profesión en la que sentir algo durante demasiado tiempo o con demasiada intensidad significaba que uno no podía hacer su trabajo. No, él era un hombre ideal para ser soldado. La vida lo había preparado para ello y el poco idealismo que le quedaba también había desaparecido con el paso de los años. Por eso no le gustaba que Paula lo mirase de ese modo, como si pudiera ver un secreto anhelo escondido en su interior. Tener lo que Gonzalo y ella habían tenido: la casa a la que iba todo el mundo y no solo porque siempre hubiera galletas de chocolate. Había algo allí. La casa estaba llena de risas, de cariño. Unos padres que querían a sus hijos y ponían la cena en la mesa a una hora determinada todas las noches.

Pedro recordaba haber llamado a Gonzalo en una ocasión para invitarlo a una fiesta y la respuesta de su amigo:

–No, me voy a pescar con mi padre.

Personas que se querían, que hacían cosas juntos. Eso había sido una novedad para él. ¿Era eso lo que quería cuando la llamó? No, pensó. Se había sentido aliviado cuando Paula rechazó que se vieran. Intentó apartar de sí esos pensamientos, enfadado consigo mismo. No estaba acostumbrado a cuestionar sus motivos. Salvo por aquello que aparecía en sus pesadillas, se movía por la vida con la confianza de un guerrero; las cualidades que lo habían convertido en un buen soldado también lo hacían adecuado para los negocios. De modo que lo irritaba sobremanera que una sola mirada de Paula Chaves hubiera removido algo dentro de él.

Pedro respiró profundamente, intentando concentrarse en lo que tenía que hacer. Se inclinó para mirar bajo el tráiler y, de inmediato, vio una bota de color lila asomando por debajo del parachoques. Suspirando, metió las manos bajo el tráiler y tiró de la bota para sacar a una mujer que llevaba un pantalón vaquero cortado por debajo del ombligo y un top de lentejuelas. Si no fuera porque se le había corrido la máscara de pestañas, parecería un ángel. La estudió un momento. A pesar de ser guapa, estaba envejeciendo mal.  Gonzalo y él habían ido de fiesta con ella y con su gente del rodeo años atrás. Había sido un breve interludio, unos días locos antes de que su unidad fuese enviada a Afganistán por primera vez. Eso fue ocho años antes, cuando Paula aún llevaba un aparato en los dientes. Pero mientras ella se había convertido en una joven guapa y sana, Sabrina se había deteriorado. Debía de tener veinticinco años cuando se conocieron, de modo que era demasiado mayor para llevar un pantalón tan corto. Estaba delgadísima, su pelo teñido demasiadas veces, y borracha como una cuba. Bueno, esa parte era igual que siempre.

–Déjame en paz –protestó Sabrina, moviendo los brazos.

–Sí, déjala en paz –dijo Paula–. Esto puedo arreglarlo yo sola.

Pedro no hizo caso a ninguna de las dos.

–En serio –insistió Paula–, no entiendes lo delicado de la situación.

–No me digas –murmuró él, que entendía muy bien «lo delicado de la situación».

Sabrina seguramente habría visto la necrológica de Gonzalo y había decidido aprovecharse de su hermana.  Lo encolerizaba, pero en el ejército le habían enseñado a canalizar la furia y controlarla.

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