miércoles, 13 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 13

–¿Cuántas veces te has hecho esa prueba? –le preguntó.

Pero Pedro sabía que el tono despectivo intentaba esconder la angustia que sentía. Y no dijo nada. Que creyese lo que quisiera.

–¿No quieres saber la verdad sobre Tomás?

–Sí, pero quiero que me lo cuente Sabrina.

–¿Quieres que ella te cuente la verdad? –repitió él, incrédulo–. ¿Sabes cómo adivinar cuándo está mintiendo?

–¿Cómo?

–Cuando mueve los labios.

–Eso es ser demasiado cínico.

–Nunca se es demasiado cínico.

–¿La conocían bien Gonzalo y tú?

–Lo suficiente como para saber que te dirá lo que quieras escuchar si hay dinero de por medio.

–No confías en nadie, ¿Verdad?

–Y por eso estoy vivo –respondió Pedro–. Paula, hay una mujer durmiendo la borrachera bajo un tráiler. Sus ponis están por todo el parque... si hay algún momento para ser cínico, es este precisamente.

De repente, Paula hizo algo para lo que no estaba preparado:  poner una mano en su brazo. Y todo lo que era en realidad estaba en ese roce. Con su forma de vestir intentaba decirle al mundo que era una mujer de negocios, una profesional seria y de éxito. Al menos, antes del problema con los ponis. Pero el roce de su mano decía otra cosa totalmente diferente. Y seguramente se habría llevado una sorpresa si supiera que un simple roce contaba toda la verdad sobre ella. Que era una mujer dulce, un poco ingenua, esperanzada, demasiado buena y demasiado crédula. Y Pedro no sabía cómo había conseguido seguir siendo así a pesar de las tragedias de la vida: la muerte de su hermano, la ruptura de su compromiso. Poseía un valor que él tuvo que admirar, aunque debería desanimarlo. Paula lo miró con un ruego en los ojos.

–Sé que intentas protegerme, pero deja que lo haga a mi manera. ¿Es tan terrible esperar un milagro?

Milagros. Él nunca había tenido fe y pasar parte de su vida adulta en zona de guerra no había mejorado su opinión en ese aspecto. Pero él, que provenía de una familia que nunca había puesto el pie en una iglesia, había rezado desesperadamente alguna vez. La última había sido: «No dejes que muera mi mejor amigo». Admiraba esa esperanza y, a la vez, quería matarla antes de que hiciese daño.

–Paula, por favor. Nadie camina sobre el agua.

En ese momento, una camioneta del rancho Mountain Retreat entró en el estacionamiento y un vaquero bajó de un salto. Parecía recién salido de una película del Oeste: con botas, camisa de cuadros y sombrero Stetson. Tres vaqueros más bajaron de la camioneta inmediatamente después.

–Diego McKenzie –se presentó el primero–. Me han dicho que tienen un problema.

Paula se volvió para mirar a Pedro con una sonrisa en los labios.

–Tal vez nadie camina sobre el agua, pero los milagros existen.

A él le gustaría preguntarle dónde había estado el maldito milagro para su hermano, pero no era tan malvado como para matar el brillo de sus ojos. Y ese brillo estaba haciéndole cosas muy extrañas. Sabía que la llegada de los vaqueros no era un milagro, sino obra de Valeria, pero estaba pasando algo. A menos que estuviera equivocado, el brillo en los ojos de Paula estaba rompiendo la oscuridad que había en él, llevando luz a un sitio que no la había visto en mucho tiempo. No quería maravillarse, no quería emocionarse. Su oscuridad podría matar la luz de Paula en un segundo. Y sería mejor que lo recordase porque estaba pensando en lo preciosa que era la hermana pequeña de Gonzalo.

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