viernes, 8 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 5

No, antes no eran así. O él no los había visto así. Entonces era una niña, la hermana de su amigo. Pero en aquel momento era una mujer preciosa, aunque no precisamente contenta. Pedro se inclinó para tomar un zapato del suelo. ¿Quién había dicho que no podía ser caballeroso?

–Hola, Pauli –la saludó, ofreciéndole el zapato.

Ella parpadeó varias veces, como si le gustase que la llamara por el diminutivo. Y le gustaba, seguro, pero habría querido que fuera su hermano quien la llamara así, no Pedro Alfonso. Cuando tomó el zapato sus dedos se rozaron y, para disimular su turbación, se lo puso muy despacio, como si necesitase unos segundos para respirar. Habían pasado ocho años. ¿No podía ser calvo o gordo? ¿La vida no podría haberle dado un respiro?

Paula se irguió, intentando mostrarse digna, aunque estaba ligeramente inclinada hacia un lado porque le faltaba un tacón y uno de los tirantes del vestido se había deslizado por su hombro. Pedro Alfonso estaba más guapo que antes. A los veintiún años era muy delgado, pero en aquel momento tenía un físico impresionante. Era muy alto. Bueno, siempre lo había sido, le sacaba una cabeza a todo el mundo, pero esos hombros tan anchos, ese torso... Llevaba una camisa de manga corta que dejaba al descubierto unos bíceps formidables y unos antebrazos fuertes. Un pantalón corto de color caqui sobre unas piernas poderosas y morenas... Su rostro también había madurado y no sabría decir si para mejor. Había cambiado, eso sí. El travieso joven había desaparecido, pero no así el brillo burlón de sus ojos verdes. Tenía arruguitas alrededor de esos ojos, como si los hubiera guiñado muchas veces para evitar el sol, la mandíbula firme y un rictus serio que no tenía antes.  Había algo duro en su expresión. Era la de un guerrero, un hombre que había servido a su país en la guerra, pagando un precio por ello. Había sombras en sus ojos, una vez tan claros. Pedro había visto y hecho cosas que hacían que el desastre de su fiesta de cumpleaños fuese algo frívolo y superficial.

Paula miró su pelo. Era castaño, brillante como el chocolate. La última vez que lo vio llevaba el pelo cortado al cero, igual que su hermano, pero se lo había dejado crecer, como cuando entraba y salía de su casa con Gonzalo. Habían ido al mismo colegio y al mismo instituto. Y luego, cuando terminaron sus estudios, los dos habían trabajado para la misma empresa de jardinería. Eso fue antes de decidir que era imperativo salvar el mundo. El pelo de Pedro era más largo de lo que lo había sido entonces, más largo que nunca, espeso, brillante, rozando el cuello de la camisa. Seguramente eso era lo que hacían todos los que se licenciaban del ejército para liberarse de la disciplina y celebrar su libertad. Y, sin embargo, el pelo largo no le hacía menos guerrero, solo un guerrero de otra época. Era demasiado fácil imaginar ese pelo movido por el viento, esa fiera expresión con una espada en la mano... Pedro era la clase de hombre que hacía que una mujer sintiera la peor clase de debilidad: el deseo de sentir el roce de su dura mandíbula sobre su delicada piel, los duros labios masculinos contra la suavidad de su boca.

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