viernes, 8 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 1

Había caballos Shetland, esos caballos enanos a los que la gente llamaba ponis, por todas partes. Mordisqueando la alta hierba que crecía entre las instalaciones infantiles del parque, comiendo a la orilla del lago, frente a los patos. Habían encontrado un hueco en la valla y estaban comiéndose con voraz apetito el parque de Mason. Uno tenía la cabeza enterrada en una tarta de cumpleaños y otro, que trotaba hacia una piscinita de goma, llevaba enganchada en una pata una pancarta que decía Feliz cumpleaños Walter Schmelski. Desde donde estaba, en el puente que cruzaba el parque más conocido de la ciudad de Mason, Pondview, Pedro Alfonso contó ocho caballos Shetland. Y solo había una persona intentando reunirlos.

–¡Pequeño monstruo! ¡Eres un desagradecido!


La mujer se lanzó hacia la derecha, el poni hacia la izquierda. Si hubiera sido otra persona, Pedro podría haber visto el humor de la situación, pero no era capaz de reírse. Cuando pensaba en Paula Chaves, incluso después de hablar con ella por teléfono, no se le ocurría pensar en el paso del tiempo. Para él, se había quedado en los catorce o quince años, lista como nadie y exasperante como nadie.

Para él, seis años mayor, Paula, la hermana pequeña de su mejor amigo, no había sido nadie de importancia. No la había considerado una chica. Y a esa edad solo pensaba en chicas. Tenía veintiún años cuando la vio por última vez. Gonzalo y él acababan de regresar de Afganistán y ella lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. «Te odio. ¿Cómo has podido convencerlo para que fuera contigo?». Gonzalo había intentado sacarla de su error porque la idea de alistarse en el ejército había sido idea suya, pero Pedro le había hecho un gesto y Gonzalo lo entendió enseguida. «Deja que yo me encargue. Deja que yo sea el malo a ojos de tu hermana pequeña».

 El recuerdo hizo que torciese el gesto. Habían cuidado el uno del otro probablemente mil veces desde que se despidieron de Paula ese día, pero la única vez que contaba de verdad... Pedro sacudió la cabeza para apartar de sí tales pensamientos y concentrarse en la mujer que intentaba reunir a los ponis. La hermana pequeña de Gonzalo.

Paula Chaves era bajita y esbelta, con unas curvas encantadoras en los sitios adecuados. El pelo cobrizo, que seguramente habría empezado el día perfectamente peinado, se había rendido a la humedad del ambiente y a las carreras mientras intentaba reunir a los animales, cayendo en salvajes y despeinadas ondas alrededor de sus hombros. Llevaba un vestido de color crema y unos zapatos a juego que seguramente habrían sido perfectos para la fiesta de cumpleaños encargada a su empresa de organización de eventos, pero no podría haber elegido un vestido peor para correr detrás de un montón de ponis. Estaba sucio, arrugado y uno de los tirantes que lo sujetaba se deslizaba continuamente por su hombro. Y no podía correr con esos zapatos porque los tacones se enganchaban en la hierba. A primera vista, la mancha en el escote del vestido podría tomarse por un estampado pero, si mirabas con atención, y ese no era el escote que Paula tenía a los catorce años, Pedro estaba seguro de que era saliva de poni mezclada con hierba.

–¿Tú sabes de qué se hace el pegamento? ¿Lo sabes? –gritaba Paula.

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