viernes, 22 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 34

Salvo con Gonzalo. No podía besar a la hermana de Gonzalo. O tal vez sí. Eso era lo que pasaba cuando uno se sentía feliz. Era como el vino, que embotaba tus sentidos y no te permitía pensar con claridad. Un ruido despertó al guerrero que había en él y Pedro se enfadó consigo mismo por no haber notado que los chicos volvían al corcho. Era la segunda vez que bajaba la guardia estando con ella. La primera había sido el día anterior, con Tomás. Tres chicos de unos quince o dieciséis años subieron al corcho, empujándose para tirarse al agua, bromeando y soltando algunas palabrotas. ¿Se sentía aliviado de que esos críos hubieran roto el momento de intimidad? Pedro se levantó y los fulminó con la mirada.

–Ya está bien de palabrotas –les advirtió. No dijo nada más, no tenía que hacerlo.

Eran unos chicos a punto de convertirse en hombres y se preguntaban si debían retarlo, mirándolo con expresión beligerante. Era un momento que había vivido miles de veces. Dos chicos adolescentes. Había algo raro en ellos... Pedro estaba completamente alerta y relajado al mismo tiempo, como un felino. Y, afortunadamente, los chicos se dieron cuenta. Había convertido a chicos como aquellos en hombres, hombres a los que había enviado a morir, y ellos parecieron ver su historia en sus ojos, en su postura. Murmurando una disculpa, se lanzaron al agua y desaparecieron. Pero la magia había desaparecido también. Eso era lo que llevaba con él. Paula, en su mundo de Navidades perfectas, planeando fiestas de cumpleaños, no necesitaba a alguien como él.  El momento en el que habían estado a punto de besarse desapareció también y cuando miró a Paula se dió cuenta de que era imposible recuperarlo. Y no sabía si era una bendición o una maldición. Ella estaba mirándolo y sabía que estaba viendo lo mismo que habían visto esos chicos. «Si te metes conmigo, corres un grave riesgo». De repente, ella pareció sentirse avergonzada del biquini, tal vez porque se daba cuenta de que él no era buena compañía. Y hacía bien. Ella necesitaba algo sólido, previsible, aburrido, alguien que le diese tardes como aquella, pero sin sombras. Alguien que no llevase la carga de lo que había visto o en quién se había convertido. Aunque estar con ella no había sido aburrido, todo lo contrario. Había sido puro, refrescante. Se había sentido libre y joven. Paula le había regalado un momento de pureza, de felicidad, que no había experimentado en mucho tiempo. Y entonces habían aparecido esos chicos, recordándole que aquella clase de vida pertenecía a otra persona... Pedro sabía que debería alejarse de ella. De aquel día perfecto, de los sentimientos que amenazaban con estallar dentro de su pecho... Su corazón estaba lleno de anhelos. Ese pensamiento lo sorprendió y miró hacia el agua, intentando escapar de aquella inesperada sensación.

–No tenías que hacer eso –dijo Paula.

Pero estaba equivocada.

–Sí, tenía que hacerlo.

–No necesito que me protejas. Les hubiera dicho algo yo misma si estuvieran molestándome.

–Ya.

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