lunes, 18 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 21

Porque detrás de ese encanto, de ese atractivo masculino y esa sonrisa, podía ver al guerrero. Y peor, podía detectar cierto cansancio.

–Buenos días, Paula.

El discurso que había preparado sobre lo importante que era y lo ocupada que estaba se fue por la ventana. Aquel hombre había sido el mejor amigo de su hermano y estaba allí porque quería hacer algo bueno, probablemente para honrar a Gonzalo. No podía tratarlo como si fuera un enemigo. Ni siquiera para protegerse a sí misma.

–He oído que vamos a dar una vuelta –le dijo, mirando de reojo a Carla, que parecía a punto de ponerse a aplaudir.

–Esperaba que encontrases un rato.

Estaba ofreciéndole una salida. Era su última oportunidad para decirle que estaba muy ocupada. Y, si dejase de mirarla con esos ojazos verdes, tal vez tendría alguna posibilidad de tomar una decisión racional...  Pero, desgraciadamente, cuando miró por la ventana vió un Ferrari de color rojo guinda al que dos adolescentes estaban haciendo fotografías con sus móviles. Hacía años que llevaba la fotografía de un Ferrari rojo en el monedero. Si alguien le preguntaba por qué, no sabría explicarlo. Atraía a una parte de ella, una parte que guardaba en secreto. Y no le gustaba que Pedro lo supiese. Su hermano debía habérselo contado. Ese lazo, su hermano, la conectaba con aquel hombre de una manera que no estaba segura de poder manejar. Y a ella le gustaba manejar su vida. En lugar de eso, sentía que estaba perdiendo el control y sentía a la vez la tentación de dejarse llevar. Pero luchó contra ella.

–¿Vamos a hablar de Warrior Down? –le preguntó, con su mejor tono de maestra de escuela.

–Por supuesto –respondió él.

–Muy bien. Carla ha dejado libre mi agenda durante...

–¿Un par de horas?

Un par de horas era mucho tiempo, pero la fuerza de voluntad parecía haberla abandonado.

–Muy bien –asintió. Y luego, intentando salvar algo de dignidad, Paula volvió a entrar en su despacho y tomó las flores, que dejó sobre la mesa de Carla–. Hay que regarlas –le ordenó.

Y Carla, bendita fuera, no dijo: «Pero si acaban de llegar de la floristería».

–Ah, es verdad, iba a hacerlo ahora mismo.

Y antes de que Pedro pudiese ver el agua que había en el jarrón, Paula se dirigió a la puerta, esperando un momento a que él la abriera. El deportivo era rojo guinda o rojo cereza, bajo, con el techo solar abierto, tan sexy que la dejaba sin aliento. Vaciló, pensando que, si subía al Ferrari, algo en su vida cambiaría de manera irrevocable. «No lo hagas». «Hazlo». «No». «Hazlo».

«Hazlo» estaba ganando. ¿Qué había de genial en su vida que no pudiera cambiarse? Trabajaba, dormía, trabajaba más. Hacía un trabajo importante, sí. Llevaba alegría a la gente, creaba bonitos recuerdos. Eso era lo que hacía un profesional: darle sentido a su vida a través del trabajo. Eso era lo que hacían las personas que no querían que nadie volviese a hacerles daño. El día anterior le había parecido perfectamente aceptable, se recordó a sí misma. Antes de los ponis, antes de Pedro. Cuando él abrió la puerta del coche, le llegó el aroma a cuero italiano de los asientos y la colonia de Pedro. Era como una droga que le robaba lo que quedaba de su determinación. Paula dió un paso más hacia el coche.

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