miércoles, 6 de mayo de 2020

En Un Instante: Epílogo

Pedro, vestido con un esmoquin de corte «cowboy», estaba delante de la chimenea del rancho. La felicidad le burbujeaba por dentro como el champán que estaba enfriándose en la cocina.

 —¿Cómo lo llevas? —le preguntó Iván, quien también iba vestido con un esmoquin.

Pedro había sido incapaz de elegir a uno de los gemelos para que fuese su padrino de boda y habían acabado echándolo a suertes. Le había tocado a Iván, pero David no se había quejado y había dicho que había salido ganando.

—Muy bien —contestó él—. Es un día fantástico, ¿No? Sé que lo recordaré el resto de mi vida, pero, si te soy sincero, ya quiero que acabe todo de una vez.

—Recuerdo esa sensación —su hermano sonrió—. Ten presente que no se acabará. La diversión está empezando. Al menos, eso es lo que debo decir como padrino. Por cierto, la casa está preciosa.

Pedro miró alrededor. Abril y Paula, con la ayuda de Luciana, Laura, Brenda, Gabi, Valentina, la dulce Sofía y Florencia, la mejor amiga de Paula, habían trabajado durante varios días para decorarla. Aunque todavía faltaba una semana para el día de Acción de Gracias, Sarah había querido una boda navideña y todo estaba lleno de luces, adornos, lazos y guirnaldas. Era un sitio acogedor para una boda y lo era en gran medida porque los magníficos cuadros estaban colgados otra vez por toda la casa. Después de hablarlo mucho, cada uno de los hermanos había elegido algunos de sus cuadros favoritos de su madre y habían dejado el resto, junto a las obras de arte que ella había coleccionado de otros artistas, en el pequeño museo de Pine Gulch. Había sido la decisión acertada, aunque no había sido fácil.

 Pedro se agitó al oír la música y todo el mundo esperó a que apareciera la novia. Había sido un año repleto de una felicidad que nunca había podido imaginarse. Paula y él habían conseguido salvar la distancia con videocharlas, llamadas telefónicas que duraban hasta bien entrada la noche y todas las visitas que habían podido hacerse.  En junio, cuando terminó su contrato con el colegio, Paula se mudó a un piso en Pine Gulch, aceptó dar unas clases especiales en verano y firmó un contrato para ser profesora del colegio en el curso que empezaba en otoño. El verano había sido maravilloso. Habían montado a caballo a la luz de la luna, habían ido a pescar con Abril, habían charlado largo y tendido entre risas y ella lo había ayudado con las tareas del rancho. Se había adaptado perfectamente a sus vidas.

Le había preocupado que a Luciana le costara aceptarla. Su hermana había sufrido más que nadie por el asesinato de sus padres porque había estado allí y lo había visto todo. Su relación fue tensa al principio, pero David le enseñó a las fotos de los dos hombres que ya sabían que habían llevado a cabo el robo que acabó en un asesinato. Eran Gonzalo, el hermano de Paula, y un colaborador de la banda de su padre que se llamaba Roberto Blair.

Su hermana, la única testigo viva de los crímenes, señaló inmediatamente la foto de Blair y, entre lágrimas, dijo que él había sido el que mató a sus padres cuando Horacio apareció con una pistola y Gonzalo, el hermano de Paula, intentó desarmarlo. Según lo que la madre de Brenda le había contado a David hacía unos años, sabían que el robo no debería haber sido violento. Los ladrones deberían haber vaciado la casa, pero unas circunstancias imprevistas habían hecho que Horacio, Ana y Luciana estuviesen allí y no en el concierto del coro de Luciana. Según la versión de David, los dos se pelearon después de que las cosas hubiesen salido tan mal y Blair acabó matando a Gonzalo. Como había sospechado Paula, Blair desapareció poco después del asesinato, seguramente, a manos de alguien de la banda de Miguel y siguiendo sus órdenes.  Paula y Luciana se abrazaron y lloraron cuando David los reunió para juntar todas las pruebas que había encontrado y fueron amigas íntimas desde entonces. Él sabía que para Paula había sido un alivio inmenso saber que su hermano, aunque había sido un secundario en los asesinatos, no había apretado el gatillo e, incluso, había intentado evitar que Blair matara a su madre.

El cuarteto de cuerdas tocó una delicada música de cámara y él dejó a un lado los pensamientos tristes. Era el día de su boda y quería que en su corazón solo hubiese alegría. Por fin, cuando creía que ya no podría aguantar ni un minuto más, la orquesta empezó a tocar la Oda a la alegría, la canción que había elegido Paula. Miró a lo alto de la escalera, donde estaba ella, delicada y etérea como un ángel de Navidad. Le costó respirar por las emociones que le oprimían el pecho. Estaba al lado de David, quien creía que se había ganado el puesto de honor por tener el privilegio de acompañarla al altar. Entonces, miró a Abril, quien miraba a las escaleras con las manos en el pecho y una expresión soñadora, como si le hubiesen concedido su deseo de Navidad más querido. Mientras Paula bajaba las escaleras, esas escaleras donde había empezado todo, y pasaba junto a los cuadros que había pintado su madre, se le encogió el estómago por los nervios. Ya había salido mal una vez, ¿por qué iba a salir bien esa? Era impaciente y podía ser inflexible. Le gustaba que las cosas se hiciesen a su manera, y cualquiera de sus hermanos podría habérselo dicho.  ¿Podría ser un marido despreciable y hacer que ella fuese desgraciada? Entonces, se acordó de aquellas palabras subrayadas junto al versículo de san Lucas y las recibió como un regalo tranquilizador de su padre, a quien había querido y admirado tanto. «No temas». Se serenó y sonrió aunque la emoción le abrasaba la garganta. Amaba a Paula y la consideraba el regalo más preciado que podía recibir un hombre. No tenía miedo. En ese momento, en su corazón solo cabía la felicidad.





FIN

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