lunes, 11 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 8

No tenía sentido dejarse llevar por la tentación de compartirn confidencias, de decirle que llevaba años levantando su negocio. Un incidente como aquel y todo podría hundirse. Si empezaba a correr el rumor de que se había organizado un caos en una de sus fiestas... Afortunadamente, la fiesta había terminado antes de que los ponis se colaran y, con un poco de suerte, nadie se acercaría por allí antes de que hubiese logrado reunirlos. Ese era su problema inmediato, aunque todos sus problemas estaban relacionados en aquel momento.

–¿Los ponis han venido con un experto en ponis? –le preguntó Pedro.

Ah, ese era el otro problema. La persona responsable de los ponis era el secreto que quería guardar.

–No ha podido venir, pero no es problema tuyo –respondió, esbozando una sonrisa que lo hizo fruncir el ceño.

Aunque ella había querido una sonrisa que dijera: «¿Esto? Nada, un problemilla que solucionaré en un momento». Afortunadamente, había hecho que colocaran el tráiler de los ponis al fondo del estacionamiento, a la sombra de unos árboles. No quería que los niños y sus padres vieran lo decrépito que estaba.

–Tal vez volvamos a vernos en circunstancias diferentes –le dijo, esperando que captase la indirecta.

Pero Pedro no parecía un hombre que respondiese a sutilezas y la había pillado mirando hacia el estacionamiento... Absolutamente nadie en la fiesta había mencionado el tráiler. Era como si no lo hubieran visto. Claro que la mayoría de la gente no era como él. Pedro Alfonso se había convertido en un hombre al que no se le pasaba absolutamente nada. Por supuesto, sabía por las cosas que le había contado Gonzalo que sus vidas dependían de la capacidad de observación, de cada detalle, cada vehículo, cada persona, cada obstáculo.

Pedro dió un paso adelante entonces, dirigiéndose directamente hacia donde estaba el viejo tráiler, pintado de un color cobre que casi escondía el óxido que estaba comiéndose la chapa. En uno de los laterales, un letrero de aspecto circense medio borrado que decía Viaje salvaje con Abrina. Miró por encima de su hombro.

–¿Qué hace ella aquí?

Había reconocido el tráiler, conocía a Sabrina, pensó Puala. ¿Eso era lo que había temido o lo que había esperado?


–La conoces–murmuró Paula, inclinándose para tomar el otro zapato, medio escondido entre la hierba. Pero como uno tenía tacón y el otro no, decidió ir descalza–. Conoces a Sabrina.

–Nos conocimos por casualidad hace tiempo –respondió Pedro–. Cuidado con la caca de poni.

Ah, la vida era tan injusta. Si tenía que ver a Pedro Alfonso, ¿No habría sido mejor estar tomando una copa de vino, por ejemplo, y no corriendo con los pies descalzos y evitando caca de poni?

–¿Qué hace aquí, Pauli? –insistió.

Le gustaría recordarle que nadie la llamaba así, pero algo en su tono de voz la detuvo. Tal vez esa compulsión de compartir su carga.

–Apareció en mi oficina hace una semana.

–Sabía dónde estaba tu oficina –dijo él.

–Aparezco en la guía telefónica –Paula se encogió de hombros– . Me dijo que conocía a Gonzalo y sabía que yo tenía una empresa de organización de eventos.

–De modo que había hecho los deberes.

–Lo dices como si quisiera engañarme.

Él enarcó una ceja.

–Precisamente.

–Solo quería saber si tenía trabajo para ella. Sabrina tenía unos ponis y yo una fiesta de cumpleaños que organizar, así que me pareció buena idea.

Pedro la observó en silencio durante unos segundos.

–¿Qué es lo que no estás contándome?

Demonios. Si podía leer sus pensamientos, tendría que hacer lo posible para no mirar sus labios. Pero en cuanto lo pensó, sus ojos fueron directamente allí.

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