viernes, 22 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 33

No se refería a la muerte de sus padres, sino a él. Por haber crecido en un ambiente así, por no tener dónde ir en Navidad, por estar tan solo en el mundo que ni siquiera había compartido su dolor con su mejor amigo. Pedro cerró los ojos.

–¿Cómo están tus padres, Paula?

Evidentemente, quería cambiar de tema. No le gustaba haber revelado demasiado sobre sí mismo. Pero ella se sentía honrada por su confianza. Y, a pesar de estar medio desnuda al lado de aquel hombre fabuloso, de repente se sentía cómoda con él. En cierto modo era como si fuese un desconocido, pero tenía la sensación de conocerlo. Había entrado y salido de su casa tantas veces cuando eran más jóvenes... Paula le habló de sus padres y luego se aventuró en un momento del pasado, cuando encontró a Pedro y Gonzalo fumando a escondidas en el parque y amenazó con contárselo a sus padres.

–Entonces eras una niña insoportable.

Siguieron hablando del instituto, de amigos comunes, de qué compañero se había casado con quién y quién estaba divorciado. Pedro cerró los ojos y eso le dió la oportunidad de estudiarlo, de respirar el olor de su piel, de maravillarse por el brillo de su pelo. Cuando se levantó esa mañana no hubiera podido predecir un día como aquel. ¿Cuándo fue la última vez que se mostró relajada, espontánea? ¿Cuándo se había vuelto tan estirada? ¿Desde cuándo pensaba que, si dejaba de controlarlo todo con mano de hierro, la vida se convertiría en un caos? Mientras el sol secaba su piel, Paula se dió cuenta de lo bien que se sentía allí. Relajada... ¿Se atrevía a decir feliz? Sí, feliz.

–Me siento feliz –dijo en voz alta, sorprendida.

–Me alegro –respondió él, girando la cabeza para mirarla.

–¿Y tú?

Pedro cerró los ojos, como contemplando la pregunta con gran interés. Pero luego volvió a abrirlos y la miró con una sonrisa en los labios. Una sonrisa de verdad que iluminaba sus ojos.

–Sí, yo también.

–Hace mucho tiempo que no me sentía feliz –le confesó Paula.

Él se quedó callado, mirándola, pensativo.

–Yo tampoco.

Y, de nuevo, Paula sintió esa deliciosa tensión entre los dos. Cuando Pedro alargó una mano para trazar una gota de agua que se deslizaba por la curva de su cuello, pensó: «Va a besarme».

«Voy a besarla», pensó Pedro, asombrado. De hecho, estar con ella era asombroso. ¿Qué tenía Paula que lo hacía sentir como si no pudiera controlar lo que estaba pasando? Él no hablaba de su familia y, sin embargo, le había hablado de ella. Y en lugar de pensar que debería haber mantenido la boca cerrada, sentía como si se hubiera liberado de una carga. Se sentía aceptado. De modo que su asombro iba en aumento mientras trazaba con un dedo esa gota de agua que rodaba por su cuello, posiblemente lo más suave que había tocado nunca. Podía oler el agua en su piel, sentir la temperatura del sol. Se sentía feliz. La cuestión era que la felicidad para él siempre había sido algo intangible, algo que podrían arrebatarle con enorme rapidez. Nunca había ido a casa de los Chaves en Navidad porque sabía lo que iba a encontrarse allí: felicidad. Él fuera, mirando, sabiendo que no tendría nunca algo así. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para apartarse, mirando sus ojos, esos ojos que tenían una luz milagrosa que era capaz de destruir todos sus escudos, que parecía llegar dentro de él para romper la oscuridad. Haber permitido que lo hiciese feliz lo hacía sentir vulnerable. Si uno se abría a sí mismo a la felicidad, ¿qué otros sentimientos podrían colarse? No, él no quería que eso pasara. Llevaba demasiada carga con él. Era responsable de varias muertes, de los dos lados. Hermanos que lo perseguían en sueños, hombres a los que llamaba enemigos, pero lo que tenía que hacer no era más fácil por ello. La única forma de sobrevivir era no encariñarse con nada, con nadie.

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