viernes, 22 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 31

–Vaya, vaya –dijo Pedro, levantándose cuando salió de la tienda–. ¿No podrías haber encontrado una toalla más grande?

Parecía estar pasándolo en grande y Paula se dió cuenta de que la enorme toalla confirmaba lo que él había sospechado sobre su baño desnuda en el lago. Era una niña que nunca había roto un plato. Si soltaba la toalla, se sentiría como una idiota. Si no, se sentiría como la estirada que él creía que era.

–Mi piel es muy sensible al sol –colocándose al hombro la bolsa de playa que había comprado junto con el biquini de color turquesa, se dirigió al camino que llevaba a la orilla.

–Pero tendrás que quitártela en algún momento –le recordó Pedro–. Me pregunto qué llevarás debajo.

Ella deseó fervientemente que el biquini que había comprado pegase con la nueva Paula, pero ya no se sentía tan valiente. De hecho, empezaba a sentirse realmente incómoda.

–Llevo la clase de bañador que llevaría una chica que viaja en un Ferrari –le dijo, con toda la confianza que pudo reunir.

–Ah, pero la cuestión, mi Pauli, es que la chica que viaja en Ferrari no se habría molestado en comprar una toalla.

«¿Mi Pauli?».

–Pues entonces esa chica acabaría quemándose con el sol – replicó ella.

–Los centros de bronceado eliminan ese problema.

–¿La chica ficticia del Ferrari no ha oído hablar del melanoma?

–Si es una palabra de cuatro sílabas, seguro que no.

Paula soltó una carcajada.

–Una rubia tonta, ya te lo dije.

-Sí, es verdad.

Cuando llegaron a la playa artificial creada por los dueños del hotel, Paula se acercó a la orilla.

–¿No vamos a tumbarnos un rato al sol? –preguntó Pedro.

Paula decidió no contarle que el traje de lana que se había puesto, precisamente por la razón que él había imaginado, era más que suficiente por un día. Mirándolo de soslayo, se quitó la toalla y se metió en el lago antes de que cayera al suelo. Lanzó un grito al notar lo fría que estaba el agua, pero no dejó de correr hasta que le llegó al cuello.

–Venga, está estupenda.

–Mentirosa. Te castañetean los dientes.

–Gallina.

Pedro enarcó una ceja.

–Nadie me llama gallina, Pauli.

Se lanzó al agua de cabeza y empezó a nadar hacia ella, pero Paula había hecho muchas carreras con su hermano en las aguas frías del lago y se alejó nadando a toda velocidad hacia el corcho flotante. Llegó unos segundos antes que Pedro y se agarró al corcho con las dos manos, temiendo que, si salía del agua, el biquini no saldría con ella.

–Algunos biquinis no están diseñados para nadar, ¿Verdad, Pauli?

Ella se colocó un tirante rebelde sobre el hombro. Aquello empezaba a parecerse demasiado al día anterior. Pedro empezó a canturrear deliberadamente, desafiante, intentando encontrar a la chica del Ferrari rojo mientras Paula subía al corcho, agradeciendo que los chicos de antes se hubieran ido. Mientras se colocaba el biquini, volvió a escuchar la risa de él. Estaba riéndose y ese no era el efecto que había esperado.

–Te vas a enterar, Pauli. Nadie me llama «gallina».

Pedro empezó entonces a tararear una música mucho más siniestra: la banda sonora de Tiburón. Iba a subir al corcho de un salto, pero en cuanto apoyó las manos Paula le dió un empujón. Él cayó al agua y ella se preparó para el siguiente ataque. Pero en cuanto se dió cuenta de que él ya no estaba riendo, sino admirándola, tuvo que hacer un esfuerzo para no taparse con las manos. ¿Por qué no disfrutar del brillo de admiración que había en sus ojos? ¿Por qué no ser la chica alegre que llevaría un biquini como aquel y viajaría en un Ferrari rojo?

–Te doy una oportunidad para que te rindas –dijo él.

–He hecho una promesa y pienso cumplirla.

–No tienes ninguna posibilidad, Pauli.

–A lo mejor eres tú quien no tiene ninguna posibilidad.

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