viernes, 15 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 20

–Aquí hay aire acondicionado.

–El traje es precioso y siempre me ha gustado cómo te queda ese color –dijo Carla, que parecía haber notado lo nerviosa que estaba.

Pero al menos no tenía ocho ponis que reunir con un tacón roto.

–Hazlo esperar hasta que me haya calmado un poco... diez minutos.

Serían los diez minutos más largos de su vida. ¿Una cita? ¿Cómo se atrevía a decir que era una cita? Pedro sabía perfectamente que habían quedado allí para hablar de la cena benéfica.

–Me ha dicho que salgas tú.

«Pedazo de arrogante».

–Pues no pienso salir –replicó Paula–. Dile que entre... él no es tu jefe, ni el mío.

Qué horror, estaba diciendo lo mismo que había dicho Tomás. Paula cerró los ojos. Sabía que algo terrible estaba a punto de pasar. Podía sentirlo, como un oscuro nubarrón en el horizonte.

–Ha venido en un Ferrari. Dice que van a dar una vuelta.

–No, de eso nada.

–Es rojo.

–¿Y qué? –replicó Paula.

 Pero su voz sonaba demasiado estridente. ¿La verdad? Estaba empezando a desear que apareciesen unos ponis por allí.

–Que he visto que llevas una foto en el monedero... venga, sal, puede que no vuelvas a tener otra oportunidad. Ese hombre es guapísimo y, aunque fuera un sapo, deberías ir a dar una vuelta en el Ferrari.

Paula fulminó a su secretaria con la mirada.

–No –repitió.

–Si vas a decirle que no, hazlo tú misma.

Carla, secretaria leal y amiga convertida en traidora, salió del despacho.

–¿Puede esperar un momento? –la oyó decir–. Paula saldrá enseguida.

La puerta se cerró. Tendría que decirle que no en persona. Tendría que dejarle claro que la reunión iba a ser como ella la había organizado, en la seguridad de su despacho, donde Pedro podría admirar la decoración, las flores y su traje. Donde no había nada de la mujer que le tiraba zapatos a un montón de ponis rebeldes. Donde no había nada de la mujer a la que él había amenazado con besar porque parecía una maestra de escuela. Pero, si le decía que no y lo decía con demasiada vehemencia, Pedro podría entender que era una maníaca del control o que estaba luchando contra la atracción que sentía por él. No, tenía que demostrarle que no había nada de eso, que no tenía ningún poder sobre ella. Ninguno. De modo que saldría del despacho y lo saludaría amablemente. Le diría que no a la excursión en el Ferrari, pero sin ninguna vehemencia, con una sonrisa en los labios. Le explicaría que estaba muy ocupada... que debía organizar una boda el fin de semana y tenía muchas cosas que hacer. Se levantó para acercarse a la puerta, pero tuvo que detenerse un momento. ¿Era así como se sentía alguien a punto de entrar en combate? ¿Con el corazón latiendo como loco dentro de su pecho? ¿Con las palmas de las manos sudorosas?

Pedro estaba sentado en una silla, ojeando una revista. Era un hombre que, a pesar de su aire de poder, había pasado gran parte de su vida esperando... que todo se fuera al demonio. Había algo del guerrero en él, a pesar de lo civilizado de su aspecto: la camisa de seda, el pantalón de sport, el pelo un poco demasiado largo.

Pedro levantó la mirada y cuando sonrió, Paula pensó en él amenazando con besarla. Y se preguntó si habría sido una distracción, una manera de evitar que lo viese por lo que era en realidad.

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